miércoles, enero 14, 2015

El cambio

 Lo cierto es que todo se había cubierto de una capa parecida a la de la grasa en las sartenes viejas. Una capa adherida e indivisible, que casi te narra y te da la visión de los años que esa sartén ha estado friendo huevos. En realidad nos parecemos más a viejas sartenes que a otra cosa. Los años quitan brillo, ese esplendor de la sartén recién comprada que casi da pudor usar. ¿Cómo chorrear aceite sobre ese metal tan reluciente? Sin embargo vas friendo, año tras año, y cuando te das cuenta la sartén es vieja. La metáfora podrá ser tosca, pero acertada: todo se había cubierto de grasa.

 Su vida, ese cúmulo de días, de experiencias dispersas, de horarios no siempre elegidos, había transcurrido relativamente ligera. Conocía varios buenos restaurantes de la ciudad. Conocía la mayoría de las capitales europeas, había asistido a miles de actividades culturales. La vida promedio de un tipo de mediana edad, en una ciudad de la Europa del arranque del siglo veintiuno. Un individuo habitando en ese pequeño y curioso laberinto de los pequeños placeres, de los pequeños problemas, del comfort y la seguridad: el último hombre en la tierra. No supo cómo exactamente, no hay marcas definidas o las hay demasiado abruptas. Las transiciones o son inapreciables o son al corte. No hay transiciones rítmicas. O te cae una maceta mientras pasabas por una acera o vas pasando de la infancia a la adolescencia en un ritmo inapreciable. No suceden las cosas de un modo intermedio. No le pasó a él. Todo era ligero y todo dejó de serlo. ¿En cuánto tiempo? Vaya uno a saber. Un día el trabajo flojea, aquello que parecía perenne se hace caduco. El flujo de llamadas es más bajo hasta desaparecer. Se enredan las cosas, aquella gente que te daba trabajo en sitios ya no está, han cambiado de vida, también afectados por sus ritmos y transiciones invisibles. Las dinámicas profesionales, aquellas que creía asumidas han ido variando también, todo había estado sumido en la inapreciable transición de las cosas. De repente es más torpe en un entorno en el que no lo había sido. Inapreciablemente ha envejecido. Un buen día no sabe dónde ir, ni siquiera es valorada como tal su profesión: es casi un hobby de internautas aburridos. De repente ha visto una pared, es el final del laberinto y no encontró la salida. Mira atrás. Se sienta abrumado, rehacer caminos, rebuscar salidas le parece, de repente, una odisea para la que se ve incapaz. Las piernas están cansadas. Mira de nuevo. Se sienta en el suelo. Durante varias horas piensa sin pensar en nada. Ese estado mental en el que estamos pocas veces. Pasa el tiempo sin urgencia. ¿Y si todo consistía en no hacer nada? ¿Y si la verdadera revolución, el cambio definitivo, es sentarse y no hacer nada? Habitar. Simplemente habitar. Como esos animales que pastan sosegados, inmóviles, en praderas infinitas. ¿Y si al final todo consistía en no hacerlo? Ni siquiera retrasarlo, postergarlo: no. No hacerlo jamás. Mirar y quedarse quieto, ver  el brillo y el esplendor de un presente eterno.

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