miércoles, septiembre 24, 2014

Los amigos de Juan

Con Juan todo era probable. Hay gente a la que le sucede todo. Otros vivimos en una especie de constante. Suceden cosas más o menos agitadas. Noticias inoportunas en horas imprevistas, aceleración de acontecimientos. La irracionalidad que queremos ver en las secuencias temporales y que en el fondo tienen una racionalidad atroz. Pero con Juan todo podía suceder. Supongo que por eso tenía seguidores,  más que amigos, porque en verdad Juan tampoco se aficionada a ninguna relación en concreto. Era un tipo de ideales fuertes, eso lo fuimos descubriendo con el tiempo. No creía en los vínculos bidireccionales. Hablaba de la múltiple dirección.  Renegaba del concepto de amistad tal como se interpreta. El amigo era otra cosa menos individual, decía. No siempre comprendíamos del todo sus palabras, o no en el momento. En cierta manera Juan nos hablaba para después, no ahora. No se entendía en presente lo que opinaba. Debatía con cierto frenesí, en su manera de dialogar había algo de  vehemencia. Los debates no eran conversaciones superficiales. Las opiniones tenían una importancia trascendental, aunque fueran conversaciones menores. No siempre se podía seguir su intensidad y a veces había un distanciamiento lógico. En aquella época algunos habíamos empezado a tocar algún instrumento. La idea, supongo, era llenar algún estadio en vez ese público invisible que había frente al espejo del pasillo de casa y sustituir las raquetas de tenis de madera que nadie usaba por guitarras de verdad. No conocíamos mucha música, salvo los grupos habituales de las cintas que se intercambiaban en el patio del colegio. Formamos un grupo terrible, de alineación habitual: dos guitarras, dos bajos y un batería. El reparto fue con una moneda, el azar ha debido marcar mucho más la música popular de lo sospechable. A mi me tocó el bajo y a día de hoy sigo pensando que si me hubiera tocado la batería las cosas hubieran sido bien distintas. Ensayábamos en el garaje de una construcción del barrio que se había quedado a medio hacer. Las primeras composiciones tenían como tema central asuntos diversos del colegio y siempre eran composiciones de dos acordes, más o menos los que nos sabíamos. Al tiempo, uno de esos días en que Juan volvía a aparecer le contamos nuestra aventura. No mostró demasiado entusiasmo, pero al rato pidió acudir a un ensayo. Era la primera vez que alguien iba a vernos en directo. Si es que aquello era directo. Tocábamos con guitarras españolas, también el bajo, y la batería con algunos botes de la pintura no usada en la obra parada a medias. Juan mantuvo el gesto inmóvil durante la presentación de nuestras tres composiciones: "Coches de choque", "Verano" y "Monopotines interestelares". Al terminar le preguntamos que qué le había parecido: "Un espanto" contestó. Aquel día nos empezó a hablar de las masas, de la maquinaria, de la industria, de los patrones impuestos. Que en realidad éramos víctimas. Nos hablaba como a víctimas. Hablaba de una guerra. De la imposición, de cánones, de estéticas dominantes. "No sois vosotros. Sois parte empuajda. No salis, se os ha metido. Es un virus. Queréis ser, imitáis una falsa expectativa".

 Dos días después apareció con un radiocasete pequeño, habituales en aquella época y una mochila con cintas, la mayoría grabadas, decoradas a mano, con portadas inventadas, algunas originales. Fuimos a la obra. Nos fue poniendo canciones, cintas diversas. De algunos grupos nos contaba anécdotas, situaciones casi bélicas para sacar esas grabaciones. "A su manera esta es una guerra y hay que ser consciente de cuál es el bando en el que quieres pelear. A quién quieres disparar". No recuerdo casi ninguno de aquellos grupos. Fue un bombardeo musical inesperado, alucinado, revelador. Recuerdo sonidos y la manera en que aquello me iba afectando, sobrecogiendo. De algunos grupos traducía fragmentos de letras. Letras que no alcanzaba a comprender en toda su dimensión, pero que me golpeaban. Como cuando sacudes un colchón al que le quieres quitar el polvo invisible. Aquellos sonidos reverberados, sonidos atascados, a veces mal grabados. Ritmos enfurecidos, otros muy físicos. Mensaje poderoso pero no del todo descifrable. "No os dejéis llevar o si lo hacéis al menos tened la conciencia de que lo estáis haciendo".

 No recuerdo mucho más de Juan en aquella época. Debió aparecer alguna vez más en medio de aquel verano, pero nada relevante. Nosotros fuimos buscando alguno de aquellos sonidos. Intentamos trasladarlo a nuestra torpeza musical, pero siempre fuimos incapaces.

 Años después me fui a vivir a la Capital. En los pasillos de la Universidad Central me crucé con Juan. Tardó en reconocerme. Hablamos un rato. Hablamos de ciertos movimientos crecientes dentro de la universidad. Vente a alguna asamblea, me dijo. Las cosas están cambiando en el país. No le hice mucho caso.

martes, septiembre 02, 2014

Gabriel

A Gabriel le queríamos por enorme, por grandullón, por bonachón. A Gabriel le queríamos por pelirrojo y por contundente. Gabriel hablaba con seguridad de cosas que no siempre parecían ciertas. Los mentirosos, ese tipo de mentirosos como Gabriel, al primero al que le cuentan la mentira es a si mismos. Por eso queríamos a Gabriel. Porque nos contaba historias de las que, mientras le escuchabas, siempre estabas dudando de su veracidad. Hablaba de mejillones con tamaños desproporcinados que se cocinaban con recetas imposibles, y mientras lo contaba a Gabriel se le hacía la boca agua. Como buen grandullón Gabriel tenía un apetito casi insaciable. El horario de Gabriel era bestial. Abría la piscina a las nueve de la mañana, cuando los bañistas habituales en general aún andábamos en la cama en medio de ese verano caluroso, y cerraba pasadas las diez de la noche. Sin descanso y generalmente aburrido, pasando las horas mirando a los bañistas en su monótono rito de zambullirse, nadar y salir a la toalla. Comía bajo una sombrilla gigante que colocaba en una de las esquinas de la piscina, la menos transitada. Su trabajo consistía en mirar el ocio acuático de los veraneantes. En cierta manera, debía terminar viendo todo aquello como esos documentales en los que una cámara graba la existencia sosegada de unos animales en medio de una explanada en Africa. Animales en remojo, habitando en mitad del verano, así creo que nos veía Gabriel mientras nos bañábamos. A Gabriel le queríamos porque al final se había creado una relación con él. No era exactamente un amigo, porque los amigos habitaban más allá del rectángulo del área de la piscina. Con Gabriel sólo convivíamos allí. Nos miraba desde debajo de su sombrilla, charlábamos así: nosotros en el agua o en el bordillo, en ese rato previo al salto de cabeza y él allí, protegido del Sol. Nunca le vi en la piscina, en todo el verano no hubo ni  un sobresalto que obligara a Gabriel a saltar para socorrer al accidentado o torpe nadador. Nunca hubo un niño resbalando por las escalerillas, ni un inexperto bañista cogiendo mal el aire. No hubo sobresaltos para Gabriel en los tres meses que tuvo de contrato. Un contrato miserable, mal pagado y de pésimas condiciones. Gabriel nos socorría, era necesario y una obligación legal. Nuestro ocio requería de su presencia y sin embargo a Gabriel apenas le daba para pagar las cuentas. Cuando se iba por las noches se despedía de nosotros y le veíamos perderse por los bulevares hacia abajo, donde empezaría su vida real y donde dejaba de ser el piscinero y sin embargo para nosotros dejaba de existir, ya no era Gabriel bajo la sombrilla, era Gabriel, del que no teníamos ni idea. El último día se acercó a despedirse, nosotros estábamos golpeados por cierta melancolía, se acababa el verano, volvíamos a la ciudad y nuestra vida conjunta de aquellas semanas se diluía en autopistas de vuelta. Gabriel se mostraba de otro modo, para él empezaba el paro, el vértigo de la inactividad y las complicaciones: "No sé que voy a hacer a partir de mañana. Tendré que buscar algo. De lo que sea" Nos dimos la mano, pero Luca le dijo que si nos tomábamos un refresco donde Lolo. Gabriel dijo que sí y caminamos despacio, como caminan los grupos de más de ocho. A trompicones, sin mucho orden, con conversaciones paralelas. Gabriel, nada más salir del recinto propuso no ir a donde Lolo, sino comprar algo en la tiendita y bajar al monte que había detrás de los bulevares. A la tienda entró sólo Gabriel, salió con tres litros de cerveza. Yo casi nunca la había bebido, los demás habían bebido alguna vez más. Gabriel abrió uno de los litros y lo pasó. Bebíamos sorbos pequeños, la cerveza nunca sabe bien al principio, cuando la bebes las primeras veces. Nuestra resistencia al alcohol era escasísima y nos aturdimos enseguida. Los primeros síntomas de borrachera aparecieron al final del tercer litro. Gabriel sonreía con nuestras primeras euforias. Le convencimos para que comprara algún litro más con las monedas que logramos reunir. "Os vais a emborrachar, niñatos" y se reía con torpeza. Luego lo recuerdo todo difuso, como se debe recordar la primera borrachera. Una maraña confusa de imágenes. Los muchachos haciendo bailes, Gabriel riendo con sonoridad, emitiendo esa risa descomunal que salía de aquel tórax enorme. Abrazandonos a Gabriel porque abrazar a Gabriel era amistad sincera. Las confesiones guardadas individualmente todo el verano, saliendo a flote de golpe, las atracciones inconfesables por vecinas mayores, los mejores secretos los contaba Gabriel, que revelaba chismorreos deliciosos que se sabían en la piscina, como si el agua diluyera los misterios y Gabriel hubiera accedido a verdades ocultas. La pareja que hacía el amor en los baños de la piscina, historias del verano que surgían de golpe, empujadas por la borrachera colectiva. Entonces Gabriel se quedó meditabundo. Le animábamos entre risas, pero Gabriel se iba desmoronando anímicamente, aceleradamente. Se puso en pié y comenzó a andar, con ese caminar de grandullón. Le llamamos varias veces y no giró la cabeza. Dejamos de verle poco a poco. Se había hecho de noche. Nos quedamos un poco más. Luca me confesó que se había acostado con mi hermana, que estaba enamorado. A mi se me fue pasando la borrachera, pero no las ganas de vomitar. Nos volvimos todos a la vez y casi ni nos despedimos. A la mañana siguiente mi padre nos despertó pronto, el viaje era largo y no quería viajar con el calor del mediodía. Montamos las maletas, yo sentía un terrible dolor de cabeza y las ganas de vomitar seguían intactas. Al salir del garaje vi la piscina cerrada, pensé en Gabriel, esa mañana no le sonaría el despertador, no habría prisas. Mi padre se equivocó de desvió y se enfadó. Mi madre se quedó dormida muy rápido. Mi hermana miraba por la ventana los paisajes del alrededor. Pensé en Gabriel. Pensé en la piscina. En cierta manera sentí, por primera vez, un sabor amargo que no subía del todo hasta la boca, un sabor amargo que ya nunca se va del todo.

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