viernes, febrero 21, 2014

Rebelión en el parque

  Al parque llegamos a las cinco. Recogí a las niñas en el colegio y decidí con ellas, sin mucho debate y en un acuerdo sencillo, ir al parque. La tarde anunciaba la primavera, el primer golpe de ligero calor ayudaba a tomar decisiones sencillas y caminar los tres hasta el parque con ánimo suave.  Cuando llegamos las niñas salieron disaparadas a desperdigarse por el terreno. Ya habían pasado los primeros años de atención, esa época de sus primeros pasos que cada elemento del parque se podía tornar un peligro. Nunca fui padre obseso con mirar a mis hijas, pero la atención era inevitable. Ahora todo sucedía diferente, a veces, incluso, me llevaba algún libro y las iba observando en intervalos ligeros. Ellas conocían a los más habituales y jugaban a asuntos de difícil explicación. No era sencillo entender esos juegos sin normas muy precisas o que cada uno aplicaba a su antojo, el éxito de sus juegos era que en ese aparente caos individual, había un entramado colectivo complejo y amable. A veces, la pequeña, se acercaba y me pedía ayuda para subirla al columpio, pasaba algunos minutos allí, sobrevolando el parque, mirando todo con esa relajación que da el movimiento constante. Aquella tarde el columpio estaba altamente solicitado y el orden para subir se estaba complicando. Los niños, sobre todo los más pequeños son poco pacientes y el deseo de columpio estaba generando cierta tensión entre las madres. En general el asunto se resuelve con cierta diplomacia y se trata de inculcar valores: "ya llevas mucho rato", "ahora le toca a ese que es más pequeñito", "hay que dejar a los demás, el parque es de todos". Ninguna frase suele tener efectos en el amago de rabieta del pequeño, pero las madres o padres entienden que algo de valor se está inculcando. La madre que balanceaba a la niña que estaba en el columpio justo cuando casi nos tocaba a nosotros miró a su hija y con un pragmatismo que mi me pareció atroz, dijo:"Baja, que cuanto antes bajes, antes se bajarán los otros y antes te tocará de nuevo". A menudo aún trato de interpretar la frase: tiendo a ver una lección que explica el sistema en el que habito. En cierta manera veo algo despiadado en esa visión. No es que sea un derecho de todos que se sustenta en la obligación que tenemos de dejar, sino que, visto así, dejar no es el fin, dejar es el medio para nuestro fin, que es conseguir. Además, inevitablemente, y con mi desarrollada susceptibilidad, el comentario me condicionaba sobre la cantidad de tiempo de mi hija o lo que yo pensaba que debía ser el tiempo que estaría mi hija. La ayudé a subir y me hice a un lado. La vi balancearse algunos segundos, miré con cierta culpa a las otras madres que hacían cola con sus hijos e hijas y cuando transcurrió poco más de un minuto pensé que debía decir  a mi hija que bajara. Me acerqué, se balanceaba con ligereza, en cierta manera mi hija se acomodaba con precisión en su movimiento a la entrada de la primavera, parecía sentirla en cada poro, parecía habitar en la primavera.

.- Cariño, debes bajar ya. Aún hay muchos niños por subir y si estás mucho más rato no todos podrán disfrutar el columpio.

 La niña me miró con cierto recelo y me dijo que llevaba muy poco. Le dije que era una cola muy amplia y que no era conveniente estar disfrutando uno solo mucho rato del columpio. Bajó con cierto resquemor y según la puse en el suelo, corrió al final de la fila para volver a subirse. Le dije que me avisara, que la ayudaría a subir de nuevo, que estaba a un lado y me senté un poco más allá a seguir con el libro. El libro tenía una narración atrayente, siento cierta empatía con esas narraciones periféricas, que no revelan de pleno o demasiado descriptivamente la historia. Todo sucedía de un modo bastante lateral y en cierta manera la vida del narrador era una excusa para contar un problema más absoluto. Me abstraje tanto que no atendí demasiado a las niñas, mi hija mayor se entregaba con profesionalidad al escondite y buscaba esquinas imposibles en ese parque con pocos recovecos. La pequeña, en ese momento, seguía haciendo cola, delante estaba la niña cuya madre había aleccionado con la recompensa que en ese momento estaba obteniendo. Mi hija me miró desde allí, gesticuló con obstinación, incluso con cierta rabia. Marqué la página y caminé hasta allí. Cuando me acerqué, con cierto mal humor me dijo:"Yo estuve poco tiempo porque todos debíamos pasar y todos están mucho más tiempo que yo y esta niña lleva mucho rato". Busqué a la madre con la mirada, la vi entregada a una conversación divertida en la otra esquina del parque. Ajena a la situación generada. Pensé que igual debía evadirme, como ella, del conflicto del columpio y que ellos resolvieran. No dije nada al respecto, miré a mi hija y le dije: "Creo que ya estás capacitada para subir sola. Creo que ya lo puedes hacer". Y me retiré a mi esquina. La niña del columpio seguía, sin intención de bajar. Me puse nervioso y en un par de ocasiones estuve a punto de levantarme para decirle algo, pero luego pensé que no debía meterme  en asuntos de niños. Abrí el libro y me forcé por seguir leyendo. De vez en cuando ojeaba el columpio. La niña seguí allí, balanceándose con cierta sorna. Finalmente, y bastantes minutos después, la niña bajó y mi hija, no sin torpeza, pero con una valentía admirable, logró subir al columpio. Allí se vengó. Pasados diez minutos y con la cola en estado de ira, no tuve el valor de acercarme, pensé que ese asunto lo debía resolver ella. Algunas madres ya hablaban alto, seguramente para que las quejas llegaran a mis oídos, disimulé, el libro fue una gran excusa. Creo que mi hija, en uno de los movimientos desde atrás, justo en el instante en el que el cuerpo da el impulso al columpio gritó algo así como:"Todos tenemos derecho a columpiarnos mucho tiempo. No solo vosotros". Me dieron ganas de reir, pero disimulé con la vista entre las páginas que ya hacía un buen rato que no leía. Finalmente bajó. Su bajada fue torpe, era la primera vez que bajaba sola del columpio, pero logró hacerlo. Creo que una madre la insultó mientras subía a su hijo.

 A partir de ahí las cosas se multiplicaron en conflicto. Cada niño estaba más rato que el anterior. La noche caía en el parque y nadie cesaba en su intento de volver alcanzar el columpio. Algunas madres convencían a sus hijos para volver ya a casa. La niña aleccionada por su madre, finalmente, alcanzó por tercera vez el columpio. Lo que vino no fue un abuso, ni siquiera un exceso, lo que vino fue una declaración de intenciones, la propuesta para una guerra. Evidentemente, mi hija aceptó el reto. No estuvo diez minutos, ni quince, es posible que alcanzara la media hora, seguramente más. Como buenamente pude logré convencer a mi hija que era hora de irse a casa y que no parecía que fuera a conseguir montarse de nuevo.

 Dos días después volvimos al parque. La primavera parecía consolidarse y el tiempo seguía siendo espléndido. Me quedaba el último tramo del libro y me senté en uno de los bancos laterales. Fue cuando vi a mi hija colocarse con frialdad en la cola de columpios. La observé y vi, en la misma cola, justo delante, a la niña del día anterior. La cola avanzaba torpe, se había apoderado cierto caos en los tiempos de columpio, y nadie parecía estar por la labor de restarle tiempo a sus hijos. La niña del día anterior se subió. Pasaron diez minutos, quince, es posible que llegara a los veinte minutos balanceándose a velocidad constante. Mi hija aguantó sin gestos, sin desvanecer, como el que espera pacientemente su momento. La niña bajó, la madre hablaba en una esquina. Mi hija subió con bastante más habilidad que el día previo. Pasaron dos minutos, tres minutos y nadie dijo nada. Pasaron diez minutos y me puse nervioso. La miré allí, en ese balanceo acompasado, que mucho tiene de música a veces. La miré como tratando de decirle que mejor bajara, que mejor no entrar en esas formas, en esos gestos, que mejor era respetar por mucho que los otros no lo hicieran. No lo interpretó así. Allí siguió. Pensé que ya era momento de entrar en el juego, de educar. Me puse en pié y me acerqué.

.- Debes ir bajando ya, cariño. Llevas mucho tiempo.

.- Papá, todos están mucho tiempo. Si yo bajo antes, más tardaré en volver. No es justo que todos estén tanto tiempo y tú me digas que yo debo bajar. Esa niña siempre hace igual. Si me bajo es posible que ya no vuelva a subir.

 Me abrumó la reflexión. No me gustaba que entrara en esa guerra, pero no supe salir de un modo pausado o razonable de lo que ella proponía. Le dije que debía bajar, que aunque los demás no lo hicieran, lo idóneo era entender que el columpio era de todos y que solo disfrutándolo el tiempo considerable para que todos lo hicieran se podía disfrutar. Bajo enfurruñada, me miró con cierta ira. En ese momento creo que pasé a formar parte de una especie de invisible bando contrario. La siguiente madre jamás acudió a llamar la atención a su hijo, que estuvo cerca de media hora. La cola se redujo porque muchos niños se cansaban de esperar, algunos cambiaron directamente de parque. Mi hija esperó, pero inevitablemente tenía a la niña que se había convertido en el punto de su rebeldía. La niña excedió la norma, si generalmente abusaba, esta vez el tiempo fue atroz. La madre no dijo nada, y ya era parte de la disputa. Me puse en pié decidido a ayudar a mi hija en su batalla. La niña se balanceaba brutalmente. Alcanzaba el punto donde el columpio se queda una fracción de segundo estático antes de volver hacia abajo. Mi hija miraba con desprecio. Finalmente la niña bajó. Mi hija manteniendo una calma sobrecogedora se subió al columpio, se quedó sentada y miró hacia la cola. No se balanceó. Aguanto sentada mucho rato y luego ya empezó, muy despacio a balancearse.

.- De aquí no me bajo, Papá. He recuperado lo que nos habían quitado. No volverá. No volverá jamás. Pagará lo que ha hecho.

 La madre de la niña me dijo algo, algo feroz, algo con tono maléfico. No escuché, vi a mi hija y traté de comprender. Mi hija se balanceaba mientras gritaba"De este columpio... yo no me muevo". una y otra vez. De repente, sin pensarlo me vi acompañando a mi hija en ese cántico: "De este columpio...no nos movemos". De repente mi hija mayor, ajena hasta entonces de los conflictos del parque se acercó y con un palo trazó sobre la arena nuestra especie de slogan:"De este columpio... no nos movemos" La niña abajo cogió arena y la lanzó hacia mi hija que desde el columpio se encontraba en situación de superioridad. La madre me volvió a insultar y yo no contesté, simplemente la miré a la cara y comencé a canturrear con fuerza: "De este columpio...no nos movemos".

Y así recuperamos lo que un día creímos nuestro. Y a esa hora el parque, con la última luz de ese atardecer de primavera, estaba vacío. Mis hijas y yo. Canturreando con euforia. Miré la hora y pensé que el mundo, a su manera, se había acabado y que debíamos volver a casa.

miércoles, febrero 19, 2014

Los Guillermitos

A Guillermo le dejé de ver después de una de las borracheras más extremas de mi vida. Guillermo vivía   en la Santos Lizardo, en el otro extremo de la ciudad. Le llevábamos en el coche de otro Guillermo, un vecino adicto a tener sexo con mujeres mayores y obesas, que acababa de cumplir diecinueve años y que le había regalado el coche su padre, que vivía en Miami y que se dedicaba, con toda probabilidad, a algún tipo de tráfico ilegal. Los Guillermos, o Guillermitos, como se llamaban a si mismos, eran polos opuestos y sin embargo hacían una especie de super pareja sórdida de la nocturnidad. Pasé una época con la pareja. Nos veíamos por las noches y nos subíamos al coche de Guillermito a recorrer la ciudad con una botella de una ginebra terrorífica que estoy seguro que me ha generado algún problema indescifrable en mi percepción de la realidad. No había planes específicos, ni siquiera puedo decir que fuera divertido recorrer Barquisimeto de arriba a abajo durante horas, con todas aquellas calles vacías un martes cualquiera, en busca de prostitutas que jamás encontramos o ir hasta el siete rojo, por esa carretera miserable, en busca de opciones y aventuras que nunca se daban. Recuerdo que luego dejábamos a Guillermín en la entrada de su barrio, no nos dejaba entrar hasta su calle porque decía que de ahí no salíamos ilesos si nos veían ciertos vecinos que hacían guardia por el control de su manzana. A él le respetaban, decía con orgullo, pero no podía responder por los demás, suficiente que había logrado su impunidad. Cuando bajaba del coche siempre sentíamos cierto vértigo en aquella zona de la ciudad, el temor de una rueda pinchada, un fallo del motor nos aterrorizaba. Nunca pasó nada. La última noche que salimos con Guillermín, Guillermito casi no habló, alguien le había visto con la madre de Ricardo, un vecino. La madre, que tendría algo más de cincuenta y pesaba, seguramente, algo más de cien kilos, parecía haber transformado definitivamente el carácter abstraído de Guillermito. En cierta manera Guillermito estaba enamorado, pero jamás se lo confesaría a Guillermín, que tanto le incitaba a recorrer burdeles y esquinas. Recorrimos Barquisimeto de este a o oeste unas cinco o seis veces. En el coche de Guillermito nunca había música y la verdad se hablaba poco. Básicamente avanzábamos por calles que a esa hora, en esa ciudad, permanecían en una quietud molesta. A veces me llegaba la botella y bebía sorbos como el que paga una penitencia, la borrachera iba haciéndose visible despacio, no del modo habitual que se emborracha el cuerpo, iba apareciendo como aparece una gripe o una gastroenteritis viral. De repente ibas notando síntomas de la borrachera, una pesadez, una densidad, la gravidez como un bloque de cemento. Aquella ginebra buscaba zonas del cuerpo que el alcohol nunca busca: sentías la ginebra por debajo de la piel o por debajo de las uñas. Cuando te querías dar cuenta te costaba hablar y hablabas arrastrado, y sin embargo no sentías la borrachera al uso, recordaba más a cierto grado de anestesia. Ese día Guillermito, en la Libertador, a la altura del Domo Bolivariano, decidió ir hasta el Avispón verde, donde había shows de chicas y donde con suerte nos dejaban pasar. Cuando llegamos al Avispón verde, Guillermito dejó el coche en la puerta y entramos, el tipo de la puerta, un tipo que no pasaba el metro cincuenta, pero que podía matar un regimiento con su mano izquierda, nos miró con el desprecio habitual, peor nos dejó pasar casi sin mirarnos, cuando entramos el club estaba prácticamente vacío. La música sonaba como si estuviéramos en un estadio con capacidad para cien mil espectadores. Nos sentamos y una camarera casi desnuda nos preguntó con desgana que queríamos beber. Pedimos cerveza porque no teníamos dinero para mucho más y nos quedamos sentados los tres esperando la nada o una revelación. En realidad nunca soporté esa diversión y tendía a deprimirme y siempre que entraba a uno de esos sitios pensaba que jamás volvería a salir con los guillermitos. Durante los siguientes diez minutos sólo recuerdo en movimiento la música. No salió ni una sola chica, detrás de la barra había un tipo leyendo uno cuadernillo y fumando. Pensé que estaba ojeando las cuentas o analizando alguna contabilidad del club. En realidad, sabíamos que no iba a salir nadie, que esa noche no habría shows en el escenario y que ninguna de las chicas vendría a charlar con nosotros porque era evidente que no teníamos el dinero requerido para acostarnos con ninguna de ellas. Una noche pésima, estarían comentando en el camerino, si es que aquel lugar tenía camerino. La cerveza hizo un efecto rebote sobre la ginebra y multiplicó su efecto, de repente tenía una borrachera atroz, los Guillermitos miraban el movimiento de unas luces que giraban con la monotonía con la que giran los planetas: eran amarillas y rosas. A veces pensaba que los Guillermitos eran autómatas. Miré a Guillermín y pensé que se estaba quedando dormido, giró la cabeza y me preguntó algo incomprensible, algo sobre la velocidad de la luz. Guillermito no decía nada, tenía la mirada clavada en aquellas luces, creo que en algún momento le cayó una lágrima. Estoy convencido de que el tipo esa noche había conocido el amor, el arrebato, estaba abrumado por lo que hubiera sucedido con la madre de Ricardo. No sé si fue en ese momento preciso que pensé que me debía ir de aquella ciudad, que quedarme ahí supondría una batalla campal contra la nada, una batalla permanente y agónica contra la nada para morir un día sin saber exactamente que es lo que ha pasado. Mi percepción de aquella ciudad tiene algo de alucinado, en cierta manera creo que nunca percibí la ciudad con equilibrio, toda la información que traducía mentalmente, cada imagen, de cada calle, de cada esquina,venía inundada de algo que segregaba mi cuerpo quizá por el clima, quizá por la altitud o por la humedad relativa. No sé si fue exactamente ahí que decidí que me iba: creo que pensé en Argentina, claro que en mi cabeza Argentina era una cosa tampoco muy real, era una tierra vasta, inalcanzable, un lugar idóneo para tardar un par de siglos en encontrarte. Pedí más cerveza, los guillermitos me miraron porque sabían que yo no tenía dinero, jamás tuve dinero, jamás salí con dinero. Mientras me miraron les dije: "yo invito". La tipa que nos atendía trajo las cervezas sin mirarnos. cuando dejaba las botellas sobre la mesa baja le pregunté: "¿A qué hora empiezan los shows?", "Más tarde" contestó mientras se daba la vuelta sin hacer caso. Me bebí la botella de cerveza en tres sorbos casi continuos. Guillermín me dijo: "Chamo, usted va muy rascao". Yo no le miré. Me puse de pié y me acerqué a la barra. El tipo que estaba ahí me miró con condescendencia:

.-¿Cuándo carajo comienza el show?

.- Ahorita. Ya va- me contestó sin inmutarse.

 Me giré y me puse a bailar. Los Guillermitos se acercaron y me dijeron que me fuera a sentar con ellos.

.- Mira, coño e´madre. ¿Quién va a pagar esta ronda, pajuo? No tenemos plata, mamagüevo.

 Justo ahí levanté la mano en dirección a la barra con la botella en la mano. Le pedí tres más gestualmente. El tipo co un gesto robótico miró a la chica que nos había atendido y la mando servirnos tres cervezas. Guillermito seguía instalado en esa nebulosa extraña, pero algo más pendiente de mi. Guillermín se ponía nervioso y buscaba soluciones para frenar mi comportamiento. Cuando la tipa se acercó con la bandeja y las tres cervezas dijo de una vez lo que debíamos. Hice el amago de sacar la cartera y Guillermín me miró como el que ve venir un tsunami y no hay lugar donde correr. Les miré y afirmé.Sólo nos valía correr. Teníamos ventaja sobre el tipo de la barra hasta la puerta y de seguro no había ningún sistema de walkie-talkies. La salida fue coordinada, como si hubieramos ensayado o practicado más veces ese tipo de huidas. Guillermín empujó la puerta y salimos. Al tipo de la puerta no le dio tiempo a reaccionar. Guillermito arrancó el coche como si fuera el protagonista de una película de Steven Seagal. Creo que huimos por la Pedro León Torres. Creo que no bajamos la velocidad hasta el Obelisco. Hasta allí nadie habló, como si hablar fuera a reducir velocidad. En el Obelisco Guillermín me insultó riéndose y me dijo que estaba loco. Un poco más abajo, en la Licoreía el Obelisco, paramos a comprar más ginebra. Ellos me esperaron en el coche, yo la pedí, cuando el tipo me la dio en mano salí corriendo. De repente le vi un sentido a la delincuencia. Le vi un una arquitectura, una forma, una estructura solidisima. No sentía remordimiento por robar, por no pagar, sentía una forma de justicia. Básicamente yo no pertenecía a una familia pobre, a pesar de que los últimos años la cosa estaba apretada, pero nos habíamos instalado en una especie de indigencia existencial. Nuestras vidas, las vidas de los miembros de mi casa, habían perdido el hilo que nos comunicaba con la sociedad, con el mundo. Estábamos instalados en una forma extraña de aislamiento. Esas dos fugas me reunían de nuevo con la sociedad, no sé de qué modo, pero eso era lo que sentía mientras me subía al coche de Guillermito en marcha. Creo que nunca bebí más rápido en mi vida. Nos bebimos la botella a modo casi de competición. Como un campeonato cuyo premio era la borrachera absoluta. Cuando dejamos a Guillermín en su barrio, en la esquina de siempre, pensé en bajarme y entrar en su calle, entrar con él, ver qué pasaba en ese mundo al que Guillermín me había negado entrar. No lo hice. Volvimos al edificio Guillermito y yo sin hablar. En la Avenida Venezuela con Bracamonte le pregunté por la madre de Ricardo. No me contestó, siguió avanzando. En la esquina de la avenida Lara me dijo:"Loco, no quiero volver a verte montado en mi coche, ¿ok?" Cuando llegamos al edificio. Vi luz en casa de Lorena. Me quedé abajo, en el cesped que había en la puerta de la torre B. No quise subir con Guillermito en ascensor. Me quedé dormido, allí, en el suelo.

jueves, febrero 13, 2014

Empanadas chilenas

 Cuando llegué a Barquisimeto no me gustaba nada. Ni un sólo elemento de esa ciudad me resultaba agradable. No he vivido en guerra, vivo en un mundo que habita otras formas de guerra y que está merodeando permanentemente el estallido total, pero aún no conozco la guerra como tal. Mi entrada en Barquisimeto se asemeja a una entrada en una batalla que se sabe perdida. En realidad es lo más cerca que he estado de ser un preso, un soldado miserable atrapado por el bando enemigo. Aquella sensación bélica duró tres meses, luego asumí el destierro y sin llegar a habituarme, si llegué a habitar sin sufrimiento. Pero la entrada, la entrada fue atroz. Si hay algo que refleje la desubicación, fue mi vida aquellos tres meses. Realmente no es que no me gustara la ciudad, lo que sucedía es que no entendía nada. No entendía el asfalto, no entendía el ritmo de la luz diaria, no entendía el orden de las calles. Si las ciudades fueran idiomas, de repente me veía rodeado de un idioma incomprensible, imposible de descifrar: aquella ciudad me hablaba en chino.

 Evidentemente aquel desagrado lo abarcó todo, por supuesto también la comida. En general todo me daba asco. Las arepas, las carnes, casi todas las frutas, el olor de las verduras. Todo era ajeno, como si alcanzaras un planeta remoto y todas sus formas fueran abominables. Creo que viví tres meses en una forma extraña de desconsuelo. Tenía doce años y no había forma humana de escapar de allí, mis padres sospechaban la desadaptación, jamás comprendieron cuan profunda fue. En especial había algo que me resultaba nauseabundo, unas empanadas muy afamadas en la ciudad: las empanadas chilenas. No las probé hasta pasado mucho tiempo, lo que me resultaba terrorífico era ver a los otros comerlas. Aquel queso que emergía como alien desintegrado de entre la masa, colgando como estalactita, me invitaba a la arcada permanente. La comida, ya se sabe, es sobre todo un estado de animo.

 No sé cómo me adapté a aquello. Fue un proceso no consciente o supongo parte de esa afamada supervivencia humana. De repente empecé a comprender ese idioma. También la comida, el ánimo cambió. Mi adaptación a la ciudad fue curiosa, pasé de verla perifericamente a habitarla hasta la médula. No sé muy bien quién fui en Barquisimeto. En realidad Barquisimeto desmonta cualquier débil teoría psicoanalítica: nuestra vida no tiene una línea argumental. Somos una cosa adaptándose a lo que viene, marcados a fuego por la circunferencia social de la que estamos rodeados. ¿Soy el mismo? No lo sé, tiendo a ver aquella época como la vida de otro y a veces me gusta recrearme en esa vida porque es como si alguien te contara algo, una vida ajena. No es ego. Es divertimento, porque en verdad esa vida no es mía. Esto no sólo me pasa con Barquisimeto, hay épocas de Madrid o de Vigo que recuerdo como si no lo recordara, como si lo acabara de leer en algún libro de calidad discutible.

 Por supuesto que terminé probando las empanadas chilenas. Ahora mismo pagaría un avión a precio de oro por irme a comer una. Comí muchas. No recuerdo la primera. Debió ser algo así como probar droga por primera vez. Y como tantas veces sucede con la droga, no hubo vuelta atrás. Creo que hay una línea paralela entre la vida en Barquisimeto y cada empanada chilena que me comí. Seguramente ahí sí haya explicaciones científicas de peso. Borracheras, fiestas, desayunos desesperados, paseos amargos, pero sobre todo empanadas con Elena. Elena tenía una relación obsesiva con aquel envoltorio de masa y queso espeso. jamás se enfrentó a su familia por nada. La madre, que me detestaba como sólo una madre puede detestar al primer novio de su hija mayor, la tenía maniatada existencialmente, y ella, sumisa, acataba aquel dictado, con todo, con cada cosa de su vida, salvo con las empanadas. Cuando se escapaba de su casa, yo creía que lo hacía para verme, para hacer el amor conmigo en escaleras de edificios ajenos, y en realidad yo también era una barrera, la barrera final para comer empanadas, para que la llevara al centro, donde ella no se atrevía a ir sola, para comer empanadas chilenas. Elena era pausada, silenciosa, tímida, pero con las empanadas perdía todo. Le colgaba el queso, masticaba con desgarro como un troglodita famélico devorando carne asada en la hoguera del tiempo. Cada vez que hicimos el amor comimos dos o tres empanadas y ella era adicta a las empanadas. La última vez que hicimos el amor subimos en Ruta 5 hasta el centro, cuando se limpió con una servilleta no sospeché que allí se acababa todo, que jamás volveríamos a comer empanadas ni nada de todo lo que nos llevaba hasta comer empanadas. Me dejó por otro. No me lo explicó con mucha claridad. Creo que me humillé inutilmente. Mi peor intento fue tocar en la puerta de su clase en la universidad. Salió y me dijo que estaba loco, yo lo único que pude decir fue "¿Quieres que te invite a una empanada?".

martes, febrero 04, 2014

La ola

Sucede con el análisis de la realidad que analizamos un pedazo minúsculo y ese pedazo lo extrapolamos al mundo. Nuestras vidas parecían otras vidas, porque las analizábamos siempre con un retraso abrumador y eso nos otorgaba una percepción absolutamente desviada. En realidad, todo se sustentaba en una cadena de análisis y acontecimientos que ya venían con un enorme retraso. Una buena mañana, el retraso, como esos que aparecen cuando ya no se les espera la realidad vino de golpe. Un bofetón en mitad de la cara. De esos que dejan la marca de la mano y pican en la piel. ¿Cómo no te habías dado cuenta? De nuevo haces el análisis tardío y comprendes. El presente, por fin, ha llegado a tu vida. Ahí está y no te ha dado tiempo a vestirte bien o al menos a lavarte la cara. Quitarte un poco la cara de dormido. Nada. Ya es tarde. Te pones en pié porque quedarse sentado es una utopía irrecuperable. ¿Qué habías pensado todo este tiempo? ¿Dónde andabas? Bueno, recuperas imágenes de la memoria. De repente hasta te cuesta reconstruir todo ese tiempo estático, en el que todo iba tan bien, aunque ahora, de repente, caes en cuenta que en realidad no todo iba tan bien. Te vienen golpes de realidad, imágenes dispersas. Estuviste trabajando, a ratos bebías algo en un bar. No te viene nada concreto. Sí, las imágenes, pero como carentes de contenido. Como si colgaran de nada. Como si estuvieran deshilachadas. Imágenes por ahí. De ti incrustado en sitios, escenarios diversos. ¿Dónde estuviste? Te cuesta recordar los cinco, seis o nueve años previos. Estuviste. Quizá de eso se trata la vida o quizá la vida es ahora, este bofetón repentino y sin venir mucho a cuento. ¿Qué es exactamente la vida? Seguramente la dos cosas. Aquello y el bofetón. La laxitud y el hostión en la cara. Andabas en ello y sigues. Ahora caminas abrumado, como si hubieras recuperado alguna capacidad capada durante algunos años. ¿Siempre fue así esta calle? ¿Siempre hubo esto? ¿Ya crecían aquí estos yerbajos? ¿Nunca has estado ausente por obligación de tu realidad? Los presos sienten vértigo en la calle. Los enfermos que habitaron mucho tiempo en hospitales caminan abrumados por las dimensiones de la vida. ¿Cómo es posible que todo esto fuera tan vasto? Algo así te ha pasado. De repente es vertiginoso todo aquello por donde pasaste diariamente. Todo parece distinto. Ahora, de golpe, te abruma tu indepencia vital. Ya no lo ves como independencia, estás solo. Ahora le das el valor a la quietud cuando estuviste sin parar. Mirar la nada, mirar el vacío. No hay nada que demostrarte. La mayor diversión es ser parte de un movimiento de la nada. Ya no te activas. Te encantaría pararte en seco y ser un  cuerpo estático. Habitar sin prisa en la pereza. Ya no hay tiempo. Ahora ya no te puedes quedar a observar la nada. Imaginas que de repente no hay resultados a todo lo que haces. No hay nada que esperar. No hay intercambio. No sucede nada. Ya no hay tiempo. Ahora te apremia la vida. Ya no puedes posponer decisiones. Te arrastra una marea a la que tú también has empujado. La marea también te llegó a ti. Ahora ya estás en ello, donde creías que jamás estarías.

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