lunes, enero 27, 2014

Un juego de niños

 Todo era un juego, nada más. Tampoco lo razoné mucho previamente, empecé como el que saluda al vecino o el que golpea un balón sin más. Hay miles de actos así al día, se empiezan por dinámica, porque la cabeza va despacio y ejecutas a veces sin más, como cuando abres la puerta del portal o miras el letrero de una calle. Con los niños es así. Arrancas con un juego no siempre con fines pedagógicos o con motivaciones psicológicas. Mi hija tenía una facilidad enorme para habitar en cierta fantasía. Con frecuencia te hablaba de sus amigos invisibles o la escuchabas en largas conversaciones con un numeroso grupo que jamás eran visibles para los demás, tampoco audibles sus respuestas. A veces miraba por la ventana y proyectaba o animaba cosas con facilidad. En general los niños se manejan con una facilidad pasmosa por los vericuetos de la fantasía y la imaginación. No es un cliché, es cierto. No gastan pereza en inventarse realidades alternas. A mi, que en verdad me quedé pasmado intelectualmente en algún momento de esa edad y no logré avanzar con frescura por el intransitable mundo adulto, me gustaba participar en esas fantasías de mi hija, en realidad comprendí que habitar con mi hija en sus submundos era de los asuntos más hermosos que había practicado en mi vida. Así que con facilidad conversábamos con otros amigos y me dejaba llevar por el laberíntico mundo de los amigos invisibles de mi hija. Quizá debí medir. Si soy culpable es por no ser responsable en medir que ese terreno era un terreno propio de mi relación con mi hija. No pensé que allí era difícil que habitara alguien más. Aquella amiguita ya había venido alguna vez a casa. Como todas esas relaciones tiernas definen con facilidad la esencia humana: se amaban y segundos después eran capaces de llegar a las manos o a los tirones de pelo por la lucha de la posesión de algún objeto que una vez ganado en la pelea perdía su valor y nadie interesaba ya; pero generalmente la relación era amable y dulce y jugaban, cosa que me sorprendía a recordar un pasado que solían, creo yo, inventar. Debí medir aquella vez en el parque. La niña ya había venido con frecuencia con nosotros, había confianza, había trato. No me sentía extraño con aquella pequeña, era ya asumida como amiguita, como parte ya del entramado familiar. No lo pensé. Yo jugaba con frecuencia así con mi hija. No lo pensé como no piensas todo el acto de encender la luz de casa cuando entras en casa de noche. Miré a mi hija y le lancé una pelota invisible, creo que le dije que era roja: "¡Ahí va!". La advertí con humor de lo pesada que era esa pelota invisible que ella recogió con gracia y teatralidad. Me la devolvió con exageración: "Uff, ¡qué alta la has lanzado" Recogí la pelota invisible y miré a la amiguita. Ella, sumándose al juego me lanzó una inventada por ella:"¡Toma! ¡Ahí va una de Hello Kitty!" e hice el gesto de recibirla con filigrana. Entonces yo no pensé, simplemente seguí, miré a mi hija y le dije: "Toma, ahí va la de hello Kitty" y la lancé casi en cámara lenta. Cuando la pelota se desplazaba por el aire, invisible, extraña, la niña me miró y me dijo:"¿Por qué se la pasas a ella? Esa era mi pelota" Mi hija, mientras tanto, capturaba la pelota con esmero, ajena a la recriminación con su amiguita me hacía. Sonreí y le dije:"No pasa nada, estamos jugando todos". La niña me miró enfurecido: "Sí, sí pasa. Era la mía". La situación me parecía hasta ese momento muy cómica, casi surreal e incluso hermosa. Ese discurso adulto de "Qué simpáticos los niños y su imaginación".

.- No pasa nada- le dije- ahora mismo te la devolvemos.

Y volviendo al tono simpaticón le dije a mi hija que nos la pasara. Mi hija, aún ajena al conflicto, hizo el gesto despreocupado de lanzármela a mi. Yo miré a la amiguita:

.- ¡Corre, salta a por ella!

 La niña entonces me miró con la intensidad que parece, a veces, que sólo puede mirar un niño. Una mirada entre indignación y desolación, esa mirada del que siente que el planeta entero es una oposición para ser comprendido.

.- ¿No ves que ya no está? ¿No ves que la habéis hecho desaparecer?

En el otro extremo mi hija estaba a otra cosa ya, quizá hablando con Mousen o Flink, esos individuos con nombres raros con los que hablaba. Pensé, intercambiando cobardemente los papeles, que sólo ella me podría salvar de la situación. Deseé casi con rabia que viniera a salvarme, a mediar en un conflicto que ya en ese punto se me había escapado de las manos.

.- Mira, pequeña- dije conciliador, argumentando con suavidad- es un juego. No pasa nada. Mira, aquí tengo otra- e hice el gesto de sacar una pelota- Ahhh. ¡Qué bueno! ¡Es de Hello Kitty también!

Comprendí que no había vuelta atrás. Como el que trata de firmar un acuerdo de paz cuando en la batalla suenan los primeros cañonazo, supe que aquello era ya irremediable.

Lo primero que sucedió es que empezó a llorar a grito desgarrado por segundo. En mitad de la calle no supe como frenar aquel maremoto de lágrimas. Mi hija vino y se contagió levemente, preguntando entre sollozos que qué le pasaba a su amiguita. Como buenamente pude y sufriendo incluso agresiones físicas, logré llevarlas a casa, donde en un rato sus padres vendrían a buscarla. Pensé que duraría lo que dura una rabieta, pero el rencor no disminuía y ganaba en grosor. Era un rencor que se iba fermentando. Quise apaciguar con bromas, con chistes, con ofrecimientos, pero no logré nada. En casa mi hija ya se había olvidado de todo y me había dejado con el enemigo a solas en el salón mientras ella jugaba a esos juegos indescifrables en mitad del pasillo, por el suelo, charlando con la nada. Sonó la puerta, abrí con una sonrisa forzada. Saludé a los padres y conté con ese tono entre simpaticón y tonto que ponemos los padres cuando tratamos de hablar a la altura de los hijos:

.- Pues está muy enfadadilla conmigo.

 Los padres primero sonrieron también, luego saludaron a la niña. La niña no habló. Se lanzó a los brazos de la madre y llorando con una pena atroz dijo:

.- Mamá, vámonos a casa, por favor. Ellos son malos.

Sonreí, pero el efecto se estaba volviendo cada vez más poderoso. La mirada del padre, su última mirada, justo antes de salir, dejó entrever un atisbo de duda, incluso de mala leche, de enfado.

 Cerré la puerta y suspiré. No había sido una buena tarde. Estaba agotado y traté de olvidar el incidente. Sin embargo, cuando ya había acostado a la niña y me hacía algo de cena sonó el teléfono. Era el padre de la niña. Ni saludó. Lo siguiente que escuché fue un montón de improperios y amenazas, permanentemente era tildado de mezquino, cruel e inmoral. Quise argumentar, defenderme, pero fui incapaz. Me colgó antes de poder hacerlo.

 A la mañana siguiente llegué pronto a llevar a la niña al colegio y les esperé. Les vi aparecer y me acerqué justo cuando vi la niña corriendo hacia la clase. Me acerqué y saludé.

.- Hola, quería que me escuchaseis alguna explicación. Creo que ha habido un mal entendido y es todo bastante tonto y no hay, creo, que sacar de quicio algo que tiene una explicación bastante infantil y muy tonta.

 El padre me miró retador, con rabia.

.- Nuestra hija jamás miente. Nos parece casi denunciable que usted le esconda la pelota a nuestra hija y te burles de ella con tu hija. No sabemos que tipo de educación puede ser esa. Pero insisto, mi hija está educada para no mentir. No sabemos si tú puedes decir lo mismo.

.- Lo primero: respeto- dije en un tono ya algo elevado- el que necesita algo de educación creo que eres tú. El que parece ser que necesita recibir esa educación...

Creo que fue exactamente ahí, justo ahí cuando sentí el golpe en el entrecejo. Luego hubo alguno más, pero no recuerdo mucho más de la parte violenta. En algún momento sé que estábamos rodeados del personal del colegio y que había mucho alboroto. Fue así como tantos años después volví de nuevo al despacho de la directora, como entonces, como aquel, como el mismo.




sábado, enero 18, 2014

Procesión

 No creo en otros mundos. No es una duda, es una certeza. Aquí se acaba todo una vez que se acaba. Siento una especie de fascinación por los creyentes. Son capaces de creer y creen. Su creencia altera toda su percepción de la vida y son capaces de hablar con esa nada que personifican. Me resulta aterrador y admirable a la vez. Se encomiendan y suplican y le otorgan a la nada la capacidad de ayudarles o comprenderles y aunque esa nada que generalmente, si actuaran como creen que actúa, como poder absoluto, es cruel hasta el delirio, ellos justifican su crueldad. No creo en nada de eso. Les veo creer y no comprendo y posiblemente menos creo, si es que hay un vestigio escondido en mi, recóndito, que pudiera creer.

 La virgen salía creo que poco antes de mediodía. No recuerdo exactamente, pero casi seguro. Aquel año bajé hasta la avenida Lara. Fui solo. La avenida, cuando llegué, ya estaba abarrotada. Siempre escuché que era la procesión con más asistencia del continente, ese tipo de records que a los lugareños les fascina y exhiben con orgullo sin que quede demostrado de donde salen los datos de esa estadística. Lo que si es cierto y demostrable es que la ciudad se abarrotaba de gente y que la asistencia era masiva, excesiva, brutal. Kilómetros de la ciudad cubiertos de gente creyente, porque puestos a estadísticas, hay mucho creyente. Y ahí estaban con fe y devoción, orando, conjugados, suplicando algún favorcillo, algún leve recordatorio, que las cosas sigan más o menos como están, virgencita, pero si pudiera ser un poco de salud para mi padre. Un empujón en la hipoteca, un trabajo por salir, ese pariente agonizando. Uno pide cosas buenas, complejas de cumplir, pero buenas, sin mala intención, sin egoísmo, puro altruismo. Ahí estaba yo, pasando un calor apabullante, rodeado de esa masa que cuando sentía de cerca la figura pasando se crecía, se excitaba. Me metí en el bullicio de fe, sin mi fe a cuestas, pero con la fe de cruzarme con ella, que ni tenía ni idea de en que punto de la ciudad la esperaba y hasta donde acompañaban a la virgen. Sé que iba, con sus hermanas, con su familia y fui por cruzarme con ella y caminé tras la virgen y escuché ese mantra de rezos que terminaron por sumirme en un estado incomprensible, porque forcejeaba con los que iban más pegados a la figura elevada, casi como si fuera uno de los mas creyentes. No me quedé fuera, a un lado, acompañando sin entusiasmo, con la frialdad del que no cree. Me metí dentro, en mitad de la avenida, donde los penitentes y los feligreses más entregados iban buena parte del largo recorrido. Ahí donde sólo veía pies y manos y era tan complejo avanzar sin ser arrasado por la masa. Sudando y sin pensar, escuchando el rezo colectivo, la leve histeria de los más entregados, de los mas fervorosos. Empujado por esa río de fe, seguí avenida arriba, sin haber decidido previamente hasta donde ir, simplemente empujado por la fe de encontrarme con ella, sin saber para qué me quería encontrar con ella. Los cantos se sumaban como una especie de eco, como una capa, y esa capa sudaba, esos cantos sudaban y te hacían participe. Una mujer a mi lado gritaba, pero no entendía sus gritos. Los pies en el suelo confundían, se agolpaban y pensé en salir del epicentro de la procesión, salir a un lateral, sin embargo me vi incapaz de romper la dinámica. Pensé en la gente que conocía en la ciudad, la imaginé desperdigada por la multitud, me imagine sus pies sumados a esa masa de pies que avanzaban como sin pertenecer a nadie.

 Mucho más adelante, cuando ya habíamos abandonado la avenida Lara, logré salir a un lado y también salí de ese mantra. A los lados la fe era más contenida, igual de profunda, pero seguramente menos frenética. También en la fe hay estética. Empecé a ver la imagen de la virgen algo separada de mi, en ese baile que la zarandea en su lento avance. En el giro de la Morán para enganchar con la Venezuela hacia arriba, pensé que me volvería a casa, pero imaginé el resto de rincones de la ciudad fuera del recorrido de la procesión vacíos, silenciosos, un contraste extraño, donde solo caminaríamos los tipos sin fe, los pocos tipos sin fe de esa ciudad. En la Venezuela los espacios se ampliaron levemente, ya no era la estrechez agobiante. Avancé por el lado de la derecha. Pasé por donde ella había vivido tres años antes y sopesé la posibilidad de que estuviera por esa zona. Empecé a prestar mucha atención a cada rostro a mi lado, pero buscar una cara entre tanta cara es un ejercicio visual que desgasta y confunde y te lleva a ver esa cara repetida en muchas caras sin ser nunca. A la altura de la Avenida Vargas me detuve. Fui dejando ir a la virgen. Y me fui a un lado. Caminé sin mucho orden, sabiendo que un día así me tocaría volver andando hasta casa. Había renunciado a mi única fe que me había llevado hasta allí: la posibilidad de cruzarme con ella.

viernes, enero 10, 2014

Amelia

 A Amelia le gustaba el país, o ese concepto indescifrable y tremendo de país. Le gustaba el  país, decía, por que transpira muchas cosas. Por su olor, decía. Por su color y luz. Esos argumentos patrióticos a mi me dejaban fuera de juego. Más allá de parecerme cursis, no los entendía. Yo nunca entendí nada de eso. No era una posición ideológica, es que realmente mi cabeza no abarca un país en la cabeza. A mi Caracas no me huele igual que la carretera de Maracay o que San Felipe. A mi me gustaban muchas cosas de aquel país. Me gustaba cierto ambiente, me gustaba una amabilidad promedio, una calidez insólita, curiosamente me atraía la poderosa humedad de la costa, me gustaba una sensación inabarcable que percibía en ciertas zonas. Me gustaba la carretera que iba de Morón a San Felipe; hay algo en esa carretera que está lleno de emociones, pero no emociones al uso; en cierta manera uno está fuera del mundo en determinados tramos. Recuerdo una alcabala donde muchos años atrás mi viejo tuvo un episodio extraño con un policía deshonesto. Luego, avanzando por la carretera,  había un giro y salías a la autopista, en esa autopista casi me mato un día de año nuevo a las siete de la mañana. Quizá por eso me atrae tanto ese trayecto, porque inexplicablemente volví con vida.

 A Amelia le gustaba el país, a mi, visto en general, me encantaba el país, pero no como esa cosa gigante, sino porque muchos de sus trozos permanecen inamovibles. Esos trozos mantienen esa atracción de lo incomprensible. Así que acepté irme de viaje con Amelia al interior, zonas que yo conocía mucho menos o que no conocía. Pasamos seis o siete días por zonas del llano, paisajes inmaculados, soberbios, bestiales. Creo que hablábamos poco. No recuerdo conversaciones, recuerdo un silencio que nos resultó cómodo o con el que nos acompasamos. Los atardeceres bebíamos cerveza y fumabamos sin pensar en mucho más. En el Llano todo es Llano. No hay posibilidades de otras cosas. En el Llano uno no puede hablar de otro lugares. Todo sucede ahí, en un presente que avanza aislado. Convivimos con tipos de la zona que tampoco hablaban mucho y que al caer la noche ponían música inolvidable, de cadencia sosegada. Un par de noches nos emborrachamos severamente y escuchamos al negro caracol hablar de personajes perversísimos, deshonestos y crueles. Una mañana nos montamos en el auto y nos fuimos hacia la costa. Pasamos por ciudades que yo conocí años atrás. Encontré cosas muy cambiadas y otras exactas. El tiempo cambia y es estático a la vez. Cuando llegamos a la costa comimos junto al mar un pescado inolvidable. Ella me habló de su hija de un modo que a mi me dolía. LA vi comiendo el pescado sin urgencias y vi la playa descuidada y atractiva ahí al lado. Estábamos solos en el restaurancito, pero además parecíamos estar solos en cientos de kilómetros a la redonda, como si solo habitáramos allí Amelia, el dueño del restaurancito al lado de la playa y yo. A media tarde llegamos a Tucacas, alquilamos una habitación en una posada donde me comieron los mosquitos. Esa noche hicimos el amor sin demasiados aspavientos. En la posada no había nadie más. Estábamos a oscuras. Nunca encendimos la luz. Yo la escuché respirando mucho rato porque me costó dormirme a pesar del cansancio terrorífico Ella se despertó antes que yo, cuando salí de la habitación la miré con cierto pudor. No hablamos del sexo, recuperamos las conversaciones que habíamos tenido esos días. Fuimos pronto donde los lancheros. Fuimos a Cayo Sal. Estaba prácticamente vacío. Yo caminé por la playa, hice una excursión por partes del interior del cayo. Me quedé sentado encima de una madera, pensé en mi madre, pensé en mi padre, pensé en Madrid y Madrid me resultó francamente incomprensible, o no exactamente incomprensible, pero si una especie de pegote, en realidad en ese momento pensé que jamás volvería a Madrid. Pensé que de haber elegido donde nacer, posiblemente jamás hubiera decidido nacer en Madrid. No sé si hubiera escogido Venezuela, pero seguramente jamás España. Luego vi que estaba en mitad de Cayo Sal y pensé en Amelia. En realidad podría habitar en ese silencio, en esa distancia insondable y conjunta en la que llevábamos varios días. En cierta manera cada vez me aburría más hablar, prefería oír hablar a los demás. Volví a donde Amelia, estaba de pié en la orilla, tenía el pelo mojado y se cubría del sol con una blusa fina. El día en el cayo pasó amortiguado. Cuando volvimos al pueblo Amelia llamó a alguien. Volvió con gesto distante. Al día siguiente volveríamos a Caracas y yo dos días después cogería el avión a Madrid. En el trayecto hasta Caracas se nos averió el coche. Nos quedamos detenidos en un lado de la carretera. Amelia tuvo un ligero ataque de pánico. Mirábamos con recelo cada coche que pasaba. Se detuvo un tipo y Amelia me miró desde una distancia atroz. Amelia no le veía salida a aquello. Yo sentí un hueco en el pulmón, como si el oxígeno circulara por otra parte. Todo quedó en perspectivas erróneas. El tipo logró encender el auto. Llegamos a Caracas a media noche. Dormimos en un pequeño apartamento que el padre de Amelia tenia vacío en Chacao. A la mañana siguiente salimos a desayunar a Los Palos Grandes y nos despedimos con la seguridad de no volvernos a ver en varios años.

martes, enero 07, 2014

Músico frente al momento

 Compuso algunas canciones accesibles, con características al uso de la música dominante. Hubo un conato de éxito. Algunas personas de la industria entraron en contacto con él. Meses después, horrorizado por el espectáculo laboral que gobernaba aquel negocio, decidió romper un contrato que le mantenía ligado a una discográfica menor. Los siguientes meses se cubrió de dudas. En realidad era inevitable sentirse ligado a una fuerte moral y la música no podía ser ajena a aquello. Al fin y al cabo la música sale de los órganos, son parte corporal. Deambuló con anarquía por terrenos casi inhóspitos de su pensamiento, esas eras personales que se habita en una especie de autodestierro, se busca en uno mismo la comprensión del mundo, de los otros, de la vida en común, de la formación de las sociedades, de la vida en la tierra. Se trata de entender qué es lo que uno pinta y qué es lo que uno aporta a ese global, al mundo; de qué manera también uno es parte del engaño, de la desigualdad, de la locura. Habitó ahí, casi inacessible. Dejó de componer o compuso sin alardes, como componen los que se salvan de la quema con su instrumento. Hay quien compone, casi con toda seguridad la mayoría de los que creen en la música, porque no hay forma humana de comunicarse mejor, porque es un grito en la inmensidad, porque cabe la posibilidad que al otro lado, donde todo parece el silencio, alguien, uno solo, escucha y comprende o también comunica algo en mitad de esas ondas sonoras invisibles.

 Pasaron meses, posiblemente algún par de años. El tiempo de los cambios no se mide y es mejor no medirlo. Las prisas, las urgencias, el frenesí por alcanzar son la parte contra la que hay que luchar. Es eso exactamente con lo que hay que acabar. Eso es lo que uno, como poco, puede aportar: acabar de una vez por todas con la prisa, con la necesidad de acabar. El cambio, el gran cambio iba sucediendo sin saber exactamente si había un fin. Volvió a componer o no exactamente componer al uso. Hacía piezas, hacía argumentos sonoros. No había un fin, el fin era hacerlo. La estructura mundial de la música era exactamente lo contrario al espíritu real de la música. Se toca por festividad o por amargura, no para recibir la admiración. Hasta los escenarios le parecieron aberrantes. Tocó para público, claro; pero tocaba, como norma, como una obligación, a la misma altura, para eventos donde sucedieran más cosas: mercados, fiestas de cumpleaños o reuniones familiares. Nada del concierto por el concierto. La música debía ser parte de algo más, debía recuperar su esencia tribal: tocar para la tribu, para los otros, para musicalizar. Evidentemente la batalla ética no era sencilla. EL sistema tiene un arma a su favor terriblemente poderosa: la vanidad. Si en algo se sustenta el mundo es en ella, en ese veneno soberbio de la vanidad. Huir de ti mismo, darte el placer de ser aplaudido requiera de cierta fortaleza. Hay un final en el que es inevitable esperar el aplauso, una leve ovación, un suave reconocimiento; pero la decisión era firme, porque la batalla era por recuperar lo que casi agonizaba: el espíritu real de la música, ese lenguaje fundamental y necesario que une en lo no verbal, que conjuga y no eleva a un individuo, sino a un grupo vinculado por raices mucho más allá del centrismo de un solo individuo. La música es, sobre todo, sus oyentes. Así lo entendió y así comenzó su batalla salvaje entre el ruido y la melodía. Así fue el resto de su biografía musical.

viernes, enero 03, 2014

Tristán

 Viví trece meses en aquella residencia. Mi habitación la compartía con otros cinco tipos a cada cual menos aseado. La habitación, por las noches, antes de dormir, se convertía en una competición extrema y de altísimo nivel de eructos. Nunca participé y aquello, además, motivó que cada noche llegara más tarde y más borracho. Uno de los ventanucos de la cocina daba a un patio desde el que se veía la parte de atrás de un restaurante de menús baratos, por ese ventanuco transitaban las ratas más largas y delgadas que he visto en mi vida. Creo que casi siempre eran las mismas, lo que me llevó a ponerles nombre, sobre todo a una que tenía un aspecto especialmente triste: La rata Tristán. En verdad la Rata Tristán me trasmitía cierta ternura, porque pasaba por el borde del ventanuco con aire de mártir. Esa rata, era indudable, no llevaba buena vida. Aquel patio no tenía luz, y en realidad apenas era un patio. El ventanuco de la cocina de la residencia casi rozaba con el ventanuco de la cocina de aquel restaurante en el que muchas veces bebí, pero en el que jamás probé nada de comida. El patio era casi un tubo que salía hacia el techo de Caracas, allí arriba, donde terminaba nuestro edificio y el edificio del restaurante. Aguanté trece meses, pero los últimos apenas dormía allí, fui distanciando mis apariciones por mi habitación, mis compañeros me llamaban el fantasma gallego, creo que por eso aprovecharon para robarme algo de ropa que a su vez yo había robado a Ernesto y a otros amigos de universidad con los que me unía una amistad extrema, desigual y posiblemente interesada. Creo que fui olvidando mi relación con la Rata Tristán, porque yo a Tristán le había cogido cariño, pero Tristán no levantaba cabeza, su cuerpo se fue haciendo miserable con los meses, cada vez más escueto, cada vez más deshuaciado. Hasta el destino de las ratas es desequilibrado y de reparto terriblemente desigual. Tristán vivía en la indigencia, con todo lo que eso significa para esa clase de roedores. Fantaseaba con que Tristán me reconocía, a pesar de nuestra distancia, a pesar de nuestro resquemor inevitable entre ambas especies . A Tristán yo le hablaba de mis cosas, de las cosas que fueran mis cosas en aquella época. Mis cosas en aquella época debían ser muy poco concretas y con cierto aire de frenesí. Creo que fantaseaba con mi profesión, creo que también fantaseaba con dar un concierto para una multitud enardecida, a veces fantaseaba con olas de seis o siete metros que cabalgaba con precisión, a veces le hablaba de aquella chica de padres canadienses con la que salí algunos meses y a la que jamás me unió nada. Creo que alguna noche, en la cocina de iluminación evidentemente pésima, le dije a Tristán que algún día le sacaría de ahí: de ese patio miserable y apartado del que no se podía salir; que le llevaría a la alcantarilla de alguna avenida buena, que le liberaría en mitad de la Libertador o de la Venezuela. Soltarlo en algún acceso y dejarlo correr y disfrutar los privilegios de esas alcantarillas tremendas, gigantes, inexorables. Creo que fue a Tristán al único que le conté lo de aquel motorizado que casi me atropella de madrugada y que cayó rodando y deslizándose por el asfalto como si él mismo y la moto fueran algún tipo de aceite carburante. Creo que le conté a Tristán que salí corriendo en la madrugada, impulsado por esa tensión que tiene la noche de Caracas, una tensión extraña, como de inmensidad o de algo que se prolonga. Esa tensión rara que da algo cuando escuchas un grito muy a lo lejos y no sabes si es una fiesta o un delirio.  Yo corrí hacia la residencia como si me fuera la vida en ello, porque en realidad creo que la vida me iba en ello. El tipo iba borracho y con toda probabilidad armado. Entré en la residencia y estaba todo apagado y encendí la cocina juntando los dos cables y parpadeó el fluorescente y olía a mantequilla quemada y en ese momento pasó Tristan por el ventanuco y le conté a susurros, porque hay veces que uno tiene que contar, aunque sea a las ratas.

 Con los meses fui yendo menos a esa residencia y un día no volví. Ni siquiera busqué la ropa que tenía en aquel armario compartido. Me fui a casa de una señora de padres gallegos que me hablaba con distancia y con cierta severidad me contó las normas de aquella casa. Creo que con los meses me fui saltando una a una, pero también ella me fue cogiendo cariño y las cosas jamás fueron graves. Mi habitación era estrecha y daba a la cocina. Antes del amanecer escuchaba a la señora preparando café y suspirando. Cuando sonaba el despertador  me ponía en pié y miraba por la ventana: Caracas puede ser a veces terriblemente bella. Desde mi ventana veía otros edificios y parte de una avenida con tráfico imponente. Cuando salía a la cocina, la señora me saludaba y me regalaba una taza de su café. Apenas hablábamos. Yo luego llegaba tarde. Cuando entraba, la casa estaba oscura, sólo se veía la luz intermitente de un botón de la televisión y un reloj digital que siempre estaba adelantado o terriblemente atrasado, porque la otra opción no es que fuera una hora por delante, sino veintitrés por detrás. No recuerdo cuanto estuve allí ni por qué me fui. Luego compartí casas y fui transitando mi vida de un modo que a veces no recuerdo bien. Aquellos años se me amontonan, como si en cierta manera no fueran del todo una vida que me perteneciese, si es que en realidad, en algún momento, nos pertenece nuestra vida.

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