martes, septiembre 02, 2014

Gabriel

A Gabriel le queríamos por enorme, por grandullón, por bonachón. A Gabriel le queríamos por pelirrojo y por contundente. Gabriel hablaba con seguridad de cosas que no siempre parecían ciertas. Los mentirosos, ese tipo de mentirosos como Gabriel, al primero al que le cuentan la mentira es a si mismos. Por eso queríamos a Gabriel. Porque nos contaba historias de las que, mientras le escuchabas, siempre estabas dudando de su veracidad. Hablaba de mejillones con tamaños desproporcinados que se cocinaban con recetas imposibles, y mientras lo contaba a Gabriel se le hacía la boca agua. Como buen grandullón Gabriel tenía un apetito casi insaciable. El horario de Gabriel era bestial. Abría la piscina a las nueve de la mañana, cuando los bañistas habituales en general aún andábamos en la cama en medio de ese verano caluroso, y cerraba pasadas las diez de la noche. Sin descanso y generalmente aburrido, pasando las horas mirando a los bañistas en su monótono rito de zambullirse, nadar y salir a la toalla. Comía bajo una sombrilla gigante que colocaba en una de las esquinas de la piscina, la menos transitada. Su trabajo consistía en mirar el ocio acuático de los veraneantes. En cierta manera, debía terminar viendo todo aquello como esos documentales en los que una cámara graba la existencia sosegada de unos animales en medio de una explanada en Africa. Animales en remojo, habitando en mitad del verano, así creo que nos veía Gabriel mientras nos bañábamos. A Gabriel le queríamos porque al final se había creado una relación con él. No era exactamente un amigo, porque los amigos habitaban más allá del rectángulo del área de la piscina. Con Gabriel sólo convivíamos allí. Nos miraba desde debajo de su sombrilla, charlábamos así: nosotros en el agua o en el bordillo, en ese rato previo al salto de cabeza y él allí, protegido del Sol. Nunca le vi en la piscina, en todo el verano no hubo ni  un sobresalto que obligara a Gabriel a saltar para socorrer al accidentado o torpe nadador. Nunca hubo un niño resbalando por las escalerillas, ni un inexperto bañista cogiendo mal el aire. No hubo sobresaltos para Gabriel en los tres meses que tuvo de contrato. Un contrato miserable, mal pagado y de pésimas condiciones. Gabriel nos socorría, era necesario y una obligación legal. Nuestro ocio requería de su presencia y sin embargo a Gabriel apenas le daba para pagar las cuentas. Cuando se iba por las noches se despedía de nosotros y le veíamos perderse por los bulevares hacia abajo, donde empezaría su vida real y donde dejaba de ser el piscinero y sin embargo para nosotros dejaba de existir, ya no era Gabriel bajo la sombrilla, era Gabriel, del que no teníamos ni idea. El último día se acercó a despedirse, nosotros estábamos golpeados por cierta melancolía, se acababa el verano, volvíamos a la ciudad y nuestra vida conjunta de aquellas semanas se diluía en autopistas de vuelta. Gabriel se mostraba de otro modo, para él empezaba el paro, el vértigo de la inactividad y las complicaciones: "No sé que voy a hacer a partir de mañana. Tendré que buscar algo. De lo que sea" Nos dimos la mano, pero Luca le dijo que si nos tomábamos un refresco donde Lolo. Gabriel dijo que sí y caminamos despacio, como caminan los grupos de más de ocho. A trompicones, sin mucho orden, con conversaciones paralelas. Gabriel, nada más salir del recinto propuso no ir a donde Lolo, sino comprar algo en la tiendita y bajar al monte que había detrás de los bulevares. A la tienda entró sólo Gabriel, salió con tres litros de cerveza. Yo casi nunca la había bebido, los demás habían bebido alguna vez más. Gabriel abrió uno de los litros y lo pasó. Bebíamos sorbos pequeños, la cerveza nunca sabe bien al principio, cuando la bebes las primeras veces. Nuestra resistencia al alcohol era escasísima y nos aturdimos enseguida. Los primeros síntomas de borrachera aparecieron al final del tercer litro. Gabriel sonreía con nuestras primeras euforias. Le convencimos para que comprara algún litro más con las monedas que logramos reunir. "Os vais a emborrachar, niñatos" y se reía con torpeza. Luego lo recuerdo todo difuso, como se debe recordar la primera borrachera. Una maraña confusa de imágenes. Los muchachos haciendo bailes, Gabriel riendo con sonoridad, emitiendo esa risa descomunal que salía de aquel tórax enorme. Abrazandonos a Gabriel porque abrazar a Gabriel era amistad sincera. Las confesiones guardadas individualmente todo el verano, saliendo a flote de golpe, las atracciones inconfesables por vecinas mayores, los mejores secretos los contaba Gabriel, que revelaba chismorreos deliciosos que se sabían en la piscina, como si el agua diluyera los misterios y Gabriel hubiera accedido a verdades ocultas. La pareja que hacía el amor en los baños de la piscina, historias del verano que surgían de golpe, empujadas por la borrachera colectiva. Entonces Gabriel se quedó meditabundo. Le animábamos entre risas, pero Gabriel se iba desmoronando anímicamente, aceleradamente. Se puso en pié y comenzó a andar, con ese caminar de grandullón. Le llamamos varias veces y no giró la cabeza. Dejamos de verle poco a poco. Se había hecho de noche. Nos quedamos un poco más. Luca me confesó que se había acostado con mi hermana, que estaba enamorado. A mi se me fue pasando la borrachera, pero no las ganas de vomitar. Nos volvimos todos a la vez y casi ni nos despedimos. A la mañana siguiente mi padre nos despertó pronto, el viaje era largo y no quería viajar con el calor del mediodía. Montamos las maletas, yo sentía un terrible dolor de cabeza y las ganas de vomitar seguían intactas. Al salir del garaje vi la piscina cerrada, pensé en Gabriel, esa mañana no le sonaría el despertador, no habría prisas. Mi padre se equivocó de desvió y se enfadó. Mi madre se quedó dormida muy rápido. Mi hermana miraba por la ventana los paisajes del alrededor. Pensé en Gabriel. Pensé en la piscina. En cierta manera sentí, por primera vez, un sabor amargo que no subía del todo hasta la boca, un sabor amargo que ya nunca se va del todo.

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