jueves, febrero 13, 2014

Empanadas chilenas

 Cuando llegué a Barquisimeto no me gustaba nada. Ni un sólo elemento de esa ciudad me resultaba agradable. No he vivido en guerra, vivo en un mundo que habita otras formas de guerra y que está merodeando permanentemente el estallido total, pero aún no conozco la guerra como tal. Mi entrada en Barquisimeto se asemeja a una entrada en una batalla que se sabe perdida. En realidad es lo más cerca que he estado de ser un preso, un soldado miserable atrapado por el bando enemigo. Aquella sensación bélica duró tres meses, luego asumí el destierro y sin llegar a habituarme, si llegué a habitar sin sufrimiento. Pero la entrada, la entrada fue atroz. Si hay algo que refleje la desubicación, fue mi vida aquellos tres meses. Realmente no es que no me gustara la ciudad, lo que sucedía es que no entendía nada. No entendía el asfalto, no entendía el ritmo de la luz diaria, no entendía el orden de las calles. Si las ciudades fueran idiomas, de repente me veía rodeado de un idioma incomprensible, imposible de descifrar: aquella ciudad me hablaba en chino.

 Evidentemente aquel desagrado lo abarcó todo, por supuesto también la comida. En general todo me daba asco. Las arepas, las carnes, casi todas las frutas, el olor de las verduras. Todo era ajeno, como si alcanzaras un planeta remoto y todas sus formas fueran abominables. Creo que viví tres meses en una forma extraña de desconsuelo. Tenía doce años y no había forma humana de escapar de allí, mis padres sospechaban la desadaptación, jamás comprendieron cuan profunda fue. En especial había algo que me resultaba nauseabundo, unas empanadas muy afamadas en la ciudad: las empanadas chilenas. No las probé hasta pasado mucho tiempo, lo que me resultaba terrorífico era ver a los otros comerlas. Aquel queso que emergía como alien desintegrado de entre la masa, colgando como estalactita, me invitaba a la arcada permanente. La comida, ya se sabe, es sobre todo un estado de animo.

 No sé cómo me adapté a aquello. Fue un proceso no consciente o supongo parte de esa afamada supervivencia humana. De repente empecé a comprender ese idioma. También la comida, el ánimo cambió. Mi adaptación a la ciudad fue curiosa, pasé de verla perifericamente a habitarla hasta la médula. No sé muy bien quién fui en Barquisimeto. En realidad Barquisimeto desmonta cualquier débil teoría psicoanalítica: nuestra vida no tiene una línea argumental. Somos una cosa adaptándose a lo que viene, marcados a fuego por la circunferencia social de la que estamos rodeados. ¿Soy el mismo? No lo sé, tiendo a ver aquella época como la vida de otro y a veces me gusta recrearme en esa vida porque es como si alguien te contara algo, una vida ajena. No es ego. Es divertimento, porque en verdad esa vida no es mía. Esto no sólo me pasa con Barquisimeto, hay épocas de Madrid o de Vigo que recuerdo como si no lo recordara, como si lo acabara de leer en algún libro de calidad discutible.

 Por supuesto que terminé probando las empanadas chilenas. Ahora mismo pagaría un avión a precio de oro por irme a comer una. Comí muchas. No recuerdo la primera. Debió ser algo así como probar droga por primera vez. Y como tantas veces sucede con la droga, no hubo vuelta atrás. Creo que hay una línea paralela entre la vida en Barquisimeto y cada empanada chilena que me comí. Seguramente ahí sí haya explicaciones científicas de peso. Borracheras, fiestas, desayunos desesperados, paseos amargos, pero sobre todo empanadas con Elena. Elena tenía una relación obsesiva con aquel envoltorio de masa y queso espeso. jamás se enfrentó a su familia por nada. La madre, que me detestaba como sólo una madre puede detestar al primer novio de su hija mayor, la tenía maniatada existencialmente, y ella, sumisa, acataba aquel dictado, con todo, con cada cosa de su vida, salvo con las empanadas. Cuando se escapaba de su casa, yo creía que lo hacía para verme, para hacer el amor conmigo en escaleras de edificios ajenos, y en realidad yo también era una barrera, la barrera final para comer empanadas, para que la llevara al centro, donde ella no se atrevía a ir sola, para comer empanadas chilenas. Elena era pausada, silenciosa, tímida, pero con las empanadas perdía todo. Le colgaba el queso, masticaba con desgarro como un troglodita famélico devorando carne asada en la hoguera del tiempo. Cada vez que hicimos el amor comimos dos o tres empanadas y ella era adicta a las empanadas. La última vez que hicimos el amor subimos en Ruta 5 hasta el centro, cuando se limpió con una servilleta no sospeché que allí se acababa todo, que jamás volveríamos a comer empanadas ni nada de todo lo que nos llevaba hasta comer empanadas. Me dejó por otro. No me lo explicó con mucha claridad. Creo que me humillé inutilmente. Mi peor intento fue tocar en la puerta de su clase en la universidad. Salió y me dijo que estaba loco, yo lo único que pude decir fue "¿Quieres que te invite a una empanada?".

1 comentario:

Anónimo dijo...

Eres maravilloso pana. Te quiero!

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