viernes, enero 10, 2014

Amelia

 A Amelia le gustaba el país, o ese concepto indescifrable y tremendo de país. Le gustaba el  país, decía, por que transpira muchas cosas. Por su olor, decía. Por su color y luz. Esos argumentos patrióticos a mi me dejaban fuera de juego. Más allá de parecerme cursis, no los entendía. Yo nunca entendí nada de eso. No era una posición ideológica, es que realmente mi cabeza no abarca un país en la cabeza. A mi Caracas no me huele igual que la carretera de Maracay o que San Felipe. A mi me gustaban muchas cosas de aquel país. Me gustaba cierto ambiente, me gustaba una amabilidad promedio, una calidez insólita, curiosamente me atraía la poderosa humedad de la costa, me gustaba una sensación inabarcable que percibía en ciertas zonas. Me gustaba la carretera que iba de Morón a San Felipe; hay algo en esa carretera que está lleno de emociones, pero no emociones al uso; en cierta manera uno está fuera del mundo en determinados tramos. Recuerdo una alcabala donde muchos años atrás mi viejo tuvo un episodio extraño con un policía deshonesto. Luego, avanzando por la carretera,  había un giro y salías a la autopista, en esa autopista casi me mato un día de año nuevo a las siete de la mañana. Quizá por eso me atrae tanto ese trayecto, porque inexplicablemente volví con vida.

 A Amelia le gustaba el país, a mi, visto en general, me encantaba el país, pero no como esa cosa gigante, sino porque muchos de sus trozos permanecen inamovibles. Esos trozos mantienen esa atracción de lo incomprensible. Así que acepté irme de viaje con Amelia al interior, zonas que yo conocía mucho menos o que no conocía. Pasamos seis o siete días por zonas del llano, paisajes inmaculados, soberbios, bestiales. Creo que hablábamos poco. No recuerdo conversaciones, recuerdo un silencio que nos resultó cómodo o con el que nos acompasamos. Los atardeceres bebíamos cerveza y fumabamos sin pensar en mucho más. En el Llano todo es Llano. No hay posibilidades de otras cosas. En el Llano uno no puede hablar de otro lugares. Todo sucede ahí, en un presente que avanza aislado. Convivimos con tipos de la zona que tampoco hablaban mucho y que al caer la noche ponían música inolvidable, de cadencia sosegada. Un par de noches nos emborrachamos severamente y escuchamos al negro caracol hablar de personajes perversísimos, deshonestos y crueles. Una mañana nos montamos en el auto y nos fuimos hacia la costa. Pasamos por ciudades que yo conocí años atrás. Encontré cosas muy cambiadas y otras exactas. El tiempo cambia y es estático a la vez. Cuando llegamos a la costa comimos junto al mar un pescado inolvidable. Ella me habló de su hija de un modo que a mi me dolía. LA vi comiendo el pescado sin urgencias y vi la playa descuidada y atractiva ahí al lado. Estábamos solos en el restaurancito, pero además parecíamos estar solos en cientos de kilómetros a la redonda, como si solo habitáramos allí Amelia, el dueño del restaurancito al lado de la playa y yo. A media tarde llegamos a Tucacas, alquilamos una habitación en una posada donde me comieron los mosquitos. Esa noche hicimos el amor sin demasiados aspavientos. En la posada no había nadie más. Estábamos a oscuras. Nunca encendimos la luz. Yo la escuché respirando mucho rato porque me costó dormirme a pesar del cansancio terrorífico Ella se despertó antes que yo, cuando salí de la habitación la miré con cierto pudor. No hablamos del sexo, recuperamos las conversaciones que habíamos tenido esos días. Fuimos pronto donde los lancheros. Fuimos a Cayo Sal. Estaba prácticamente vacío. Yo caminé por la playa, hice una excursión por partes del interior del cayo. Me quedé sentado encima de una madera, pensé en mi madre, pensé en mi padre, pensé en Madrid y Madrid me resultó francamente incomprensible, o no exactamente incomprensible, pero si una especie de pegote, en realidad en ese momento pensé que jamás volvería a Madrid. Pensé que de haber elegido donde nacer, posiblemente jamás hubiera decidido nacer en Madrid. No sé si hubiera escogido Venezuela, pero seguramente jamás España. Luego vi que estaba en mitad de Cayo Sal y pensé en Amelia. En realidad podría habitar en ese silencio, en esa distancia insondable y conjunta en la que llevábamos varios días. En cierta manera cada vez me aburría más hablar, prefería oír hablar a los demás. Volví a donde Amelia, estaba de pié en la orilla, tenía el pelo mojado y se cubría del sol con una blusa fina. El día en el cayo pasó amortiguado. Cuando volvimos al pueblo Amelia llamó a alguien. Volvió con gesto distante. Al día siguiente volveríamos a Caracas y yo dos días después cogería el avión a Madrid. En el trayecto hasta Caracas se nos averió el coche. Nos quedamos detenidos en un lado de la carretera. Amelia tuvo un ligero ataque de pánico. Mirábamos con recelo cada coche que pasaba. Se detuvo un tipo y Amelia me miró desde una distancia atroz. Amelia no le veía salida a aquello. Yo sentí un hueco en el pulmón, como si el oxígeno circulara por otra parte. Todo quedó en perspectivas erróneas. El tipo logró encender el auto. Llegamos a Caracas a media noche. Dormimos en un pequeño apartamento que el padre de Amelia tenia vacío en Chacao. A la mañana siguiente salimos a desayunar a Los Palos Grandes y nos despedimos con la seguridad de no volvernos a ver en varios años.

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