jueves, agosto 29, 2013

Marcus

Marcus era delgado como una hoja. Delgado casi hasta la nausea. Algo repelente, esto no por delgadez sino por higiene. El pelo grasiento y despeinado como el que se acaba de despertar de una noche terrible y que se había acostado, horas antes, con el pelo mojado. La piel blanquecina y pálida y por supuesto recubierta de una capa indescifrable, algo que se sospecha que es un leve sudor, aunque fuera la noche amenace con llegar a los diez bajo cero. La voz, grave, como si no fuera suya, como si todo en ese cuerpo se viera recompensado por la voz y por el modo en que la utiliza.Cuando habla, uno sospecha que hay un planeta, a dos mil o tres mil años luz que detiene su curso. Cada vez que emite sonido expulsado de esa garganta prodigiosa uno imagina habitantes lejanísimos, posiblemente mellizos nuestros, instalados allí, tan lejos, acechados por un aopcalipsis irremediable, cuando habla el cosmos no se queda igual, algo transforma. Por suerte o por desgracia o para aumentar el enigma, habla poco, muy poco. Merodea por la iglesia por las tardes, cuando aún no llega el otoño y en los meses frios casi no se le ve, hay quien dice que se sube a la sierra verde a vivir en una cueva, yo no creo que el mito sea tan feroz, a mi siempre me ha dado por pensar que se mete en casa de su abuela y que de ahí no sale y que es ahí donde escribe esos textos que hemos ido encontrando y que hemos ido leyendo estos años, con pasión desmedida y con una admiración que luego cuando le vemos no le profesamos. Yo no sé quién encontró la primera vez los textos, ni siquiera se si es cierto lo que se cuenta, que fueron encontrados de un modo raro, en una de las naves vacías, en las calles de afura, cuando ya se coge la nacional. Yo sé que lo leí sobrecogido. Marcus llevaba años escribiendo algo absolutamente sorprendente, revisaba, corregía y rehacía la mayoría de los guiones de las sagas de películas de ciencia ficción más importantes del siglo XX. Las correcciones eran tan minuciosas, tan exageradas y los cambios tan radicales que las historias se transformaban de un modo absoluto, pero manteniendo muchos de los personajes, muchos de los diálogos, algunas secuencias y algunas localizaciones. EL resultado era desoncertante y atractivo, y si algo producía la lectura de aquello era una pdoerosa adicción. Marcus había aumentado las sagas, de dónde había cuatro películas sacaba deciseis historias nuevas. Los caminos que tomaban aquellas historias populares, conocidas por todos, alcazanban nuevos modos, nuevos caminos, nuevos universos. La imaginación de Marcus, no sólo había transformado aquellos guiones sino que había dado lugar a un nuevo estilo, quizá a un nuevo genero.Algún espabilado lo llamaba: el Post Guión o la RE.SY.FY, el PostReciclaje. A mino me gustaba tanto buscar catalogar la obra del flaco Marcus, a mi me sorprendía eso que había generado. Esos mundos vastos, llenos de nuevos personajes repletos de dolor y extraños, conviviendo con iconos pop del siglo XX y XXI. Donde antes había una trama cerrada ahora se abrían nuevas tramas, pero menos concretas, los personajes viajaban a terrenos menos cinematográficos, en realidad el futuro, ese futuro remoto era un lugar repleto de basura tecnológica, uno de los mayores problemas que planteaba Marcus en ese sub mundo futuristico era que toda la información tecnológica, acumulada durante siglos se había transformado en residuo tangible, una especie de masa viscosa que deambulaba, como una especie de rio, por esas galaxias ahora inconcebibles. EL futuro de Marcus es hostil, hostil hasta lo casi inhabitable. Sus personajes no son tan perversos y son terriblemente melancólicos, como conociendo, definitivamente, la imposibilidad de hacer un mundo mejor. Las transformaciones de las sagas en MArcus pierden épica y batallas, pero ganan en nuevos conflictos filosóficos, algunos de los personajes, humanos, viven dos siglos y medio, casi tres. La Tierra deambula como un trozo de piedra saqueado, ya casi nadie se acuerda del origen, la evolución de las especies animales se ha visto alterada por los experimentos médicos y farmaceuticos. EL ser humano ha sufrido algunas mutaciones genéticas contradictorias, leves la mayoría, pero algo ha variado ya: en ese futuro ya somos distintos. Hay desolación, pero una desolación incurable, sin un atisbo de esperanza. Los héroes son tristes y batallan por adicción, no por ideas. SOn adictos al dolor ajeno aunque siempre piensan en el bien de su tribu, de su entorno. EN cierta manera, si cabe, el ser humano es más cruel, pero a su vez más generoso con los suyos. Todas las características de la psicología humana se han polarizado casi hasta el delirio. Aún hoy, ninguna de las sagas está cerrada o nadie ha encontrado en ningún recoveco los otros textos. Nadie se atreve a preguntarle a Marcus por sus textos, él no sabe que en el pueblo muchos somos seguidores de su obra, de sus nuevas sagas. Hay un temor, conociendo la peculiar y extraña personalidad de MArcus, a que si sabe que le leemos, perdamos la esperanza definitivamente de leer los textos que dan continuación a las historias, todas abiertas. Algunos husmean, tratand e encontrar algo, aún no hay pista de donde podemos encontrar los textos que dan continuación, pero hasta ahora nadie ha perdido la esperanza.

miércoles, agosto 28, 2013

El sabor de los tomates

 Se despertó tarde, casi a mediodía. Había soñado algo poco concreto: una ciudad difusa, como siempre, esa hora rara antes del anochecer, contaminación y luz solar decadente, unos individuos con características indescifrables; todo terriblemente críptico. Al abrir los ojos el golpe del primer día nublado después del verano. Afuera sonaba un helicóptero, imaginó a un presidente, a un ministro o a un par de policías sobrevolando con desgana, rutinariamente, la ciudad. Camino de otro punto donde alguien esperaría. Recogió del suelo la ropa y bebió un sorbo de agua desmesurado desde el grifo. Se miró las manos y las tenía agrietadas, los días de playa habían humedecido la piel y ahora, en el clima seco de la ciudad, la piel se resentía. Miró el teléfono, algún mensaje impreciso y poco importante, ojeó el correo y alguna información del día. Sintió un golpe de pesimismo básico, en bruto, sin pulir: el mundo es una mierda, pensó sin demasiado esfuerzo. Pensó en la diferencia que había en ese momento en ser Sirio o no serlo y que le había llevado a él, que camino inescrutable y tremendo, a no ser Sirio y ser español. Imagino ramas, bifurcaciones ancestrales, laberintos genéticos, movimientos territoriales, todo a una velocidad extrema, y de repente él ahí, sentado en esa silla de Ikea, mirando por la ventana. 2El mundo fue y será una porquería", la popular melodía la silbó, no sin cierta sorna.Se preparó un café en esa máquina regalada. Cayó el café con esmero, casi imposible, demasiado artificial. Lo bebió acostumbrado a ese café no café. Pensó en el café y luego en las verduras: "la batalla la perdimos en las verduras, cuando el tomate dejó de ser tomate. Cuando aceptamos que esa abstracción también era un tomate". Se fue al baño. La casa crujió, quizá en el pasillo, quizá la madera del parquet. Orinó con desgana. Luego busco crema hidratante para las manos, la sequedad de la piel era un poco insoportable.  Volvió al salón, contestó algunos mensajes y sintió cierto hastío del teléfono. Tuvo ganas de empotrarlo contra la pared. El teléfono le pareció, de repente, que le estaba quitando matices a la vida, nos igualaba demasiado, pero nos igualaba en lo monótono, en la dinámica. Nos estábamos haciendo siameses en el patrón de comportamiento. Lo miró con recelo, como el adicto a una droga ilegal mira el jeringuillazo que está a punto de meterse y sin mucho aspaviento lo lanzó contra la pared de enfrente. Le gustó ver los pequeños pedazos, casi como una suerte de obra postmoderna, esparcidos por el suelo, chips y trozos de cristal como metáfora de algo que no se entiende del todo. Por supuesto tuvo un vestigio de arrepentimiento, luego se sintió heroico y luego nada, no sintió nada o sintió cierta gracia infantil, como cuándo robaban en la tienda de paquita. Se preparó un sandwich que comió a intervalos mientras se vestía. Salió a la calle y a ratos se sintió superior a todos los que caminaban mirando el teléfono. Sintió que ya estaba todo superado, que empezaba una nueva etapa, que daría charlas a los adictos no reconocidos. Vendría una nueva era, la era post tecnológica. El ser humano volvería a buscar el sabor del tomate. Lentamente pero sin pausa toda esa velocidad innecesaria se iría frenando y llegaríamos a la pausa.  Luego se detuvo en un escaparate de una tienda de telefonía, "que más da2, pensó, tampoco está tan mal. Vienen bien y uno no puede ir siempre a la contra. Entró y se compró el iPhone 5. Por fin lo tenía. Se había deshecho de su iPhone 4S y ahora el cinco y todas sus prestaciones ya estaban en su mano. Fue a casa como niño con zapatos nuevos. Esa noche cenó ensalada de tomates con ventresca.

martes, agosto 27, 2013

Los días de arena

 A medianoche o cerca de la medianoche, no exactamente en la medianoche, no cuando el reloj se clava en esa hora imbécil que es la medianoche, esa minuto imposible del 00:00, solía tener pensamientos pesados. La medicación era contundente y ya era adicto a esas sensaciones laxas del cuerpo. No se imaginaba ya la vida sin esa pesadez ligera, porque eso era lo que le daba la morfina, una pesadez sin cuerpo, como si la gravedad se hiciera tremenda pero el cuerpo menos pesado. Si cerraba los ojos se venían imágenes simpáticas, como de otras épocas. La cabeza se le había puesto vintage: con texturas y velocidades raras. La estética del pensamiento se había ido un poco al Rococó y el contenido tenía mucho de indescifrable, aunque si se ponía fino, lograba encontrar cierta coherencia en aquellas secuencias de apariencia inverosímil. No era delirio, claro que no era delirio, lo que le producía la morfina era un colocón potente, ya llevaba muchos días consumiendo pastillitas y jeriguillazos en esa habitación amable. El hospital sí tenía eso: bien decorado, agradable. Bien mirado no parecía un hospital, parecía un lugar un poco distorsionado de vacaciones. No había piscina, por más que cuando cerraba los ojos, muchas veces, le parecían piscinas de colores peculiares. No había pistas de tenis, y a veces se le venía la palabra tenis y veía una raqueta abrumadoramente grande, deslizándose por una nebulosa hermosa, al otro lado, una tenista maravillosa, con falda al vuelo esperaba eternamente esa pelota que dentro de dos o tres siglos tendrá que devolver. La tenista es hermosa, no llega a verle la cara, pero está ahí y él desliza la raqueta en un peloteo acolchonado, esponjoso, para golpear la pelota amable hasta su raqueta, la de ella, eso sí, de tamaño real. Deja los ojos cerrados, viendo la escena hiperralentizada, mira con detalle el movimiento de piernas de la tenista; si algo tiene la enfermedad es que te pone en límites casi agresivos de sexualidad. Todo transpira sexo y hay, permanentemente, unas terribles ganas de hacer el amor. Hacer el amor con cada una de las enfermeras, con las médicos altivas y distantes, con las visitantes de las otras habitaciones. En realidad la agonía y la morfina se mueven por encima de una corriente, una corriente que si no se mira no se percata, pero que todo lo gobierna: esa corriente es el sexo. Tres noches atrás se masturbó y le costó un horror y sin embargo el orgasmo fue excelso. Las drogas, aunque sean legales, multiplican los placeres, sino no habría drogas. Se marcó una paja de campeonato en el pequeño baño de la habitación, una paja épica, porque le dolían hasta los dedos, pero la lucha del dolor y del sexo propiciaron un final, unos últimos diez segundos memorables. Se quedó idiotizado con el pene en la mano en sentado en el retrete, se limpió y volvió a la cama. Esa noche durmió mejor.

 Los días pasan que no pasan. Los días de hospital son un embutido de minutos. Como si uno mirara la arena del reloj cayendo y al final lograras ver el paso de cada grano de arena. Luego los granos de arena, eso sí,  son absolutamente indiferentes, pero sigues viéndoles caer, deslizarse unos entre otros, batallando por caer por ese agujero. Lo mismo dan veinte minutos que setenta y cuatro horas. Todo es igual, salvo las enfermeras, que con los días él logró hacer un estudio profundo de su profesionalidad. Le caía bien la que se llamaba Julia, le parecía torpe la del pelo recogido, le atraía desquiciadamente Ruth, la chica que veía en imágenes cuando logró masturbarse en el baño. Toas eran obedientes a una carpeta donde había anotados los horarios de su medicación. Él ya confundía todo, también las noches. Y así, en esa acumulación de horas indiferentes todo se fue sumando a una sola hora. Como si ya el tiempo se hubiera agotado.

viernes, agosto 23, 2013

La olimpiada literaria

 No recuerdo ni un veinte por ciento de mis textos. Desde el dos mil tres escribí compulsivamente, casi a diario, sin demasiado freno y dominado siempre por un espíritu de aprendiz. En escribir, para mi, siempre hubo una carrera de fondo. En verdad escribía como el que se entrena para una prueba o quizá para una olimpiada. Como esos que se entrenan en el silencio, perfeccionando una técnica muy lentamente, limando permanentemente miles de imperfecciones. Creo que evolución hubo, los textos de los dos o tres primeros años son repulsivos, llenos de torpezas, sin corregir. La idea en aquel momento era tirar para adelante. La obsesión del texto era la idea, el juego literario, el recoveco y cierta sorpresa en los finales. No sé en qué momento hubo cierto avance. No es que fuera bueno después, pero hubo algo más de dominio, leve, aún terrible, pero sí creo que hubo cierto avance. Aún seguía dominado por ideas que me atacaban en la calle, por imágenes del metro o de una tienda, por una frase escuchada. Sólo hay una virtud en lo que he escrito, la perseverancia. Atacaba con disciplina y con fe, cada mañana, un texto que había masticado el día anterior. Escribir me ha hecho algo más sano mentalmente, eso también ha sido extremadamente positivo. Texto a texto, casi como un diario de pequeñas ficciones, escribir ha venido conmigo todos estos años. No niego cierta relación casi religiosa: escribir, a su manera, ha sido para mi como el que va a rezar, un hilo conductor. He ido notando cierta mejora, no seamos tan despectivos conmigo mismo. No aporto nada, absolutamente nada a la literatura, pero en la batalla solitaria, si creo que la insistencia me ha llevado a no rechazarme y a cierta mejora. También he abandonado vicios. Escribir sigue siendo un rezo, pero ahora, además, hay ligereza. Creo que los años lo que hacen es dejarte asumirte. Ahora asumo con facilidad extrema que soy esto, estos textos solitarios. Sigo aquí, entrenando día a día, tratando de pulir una torpeza innata, la falta de solidez, sabiendo entrenando para esa olimpiada que jamás se celebrará.

martes, agosto 20, 2013

La noche de calor

La sucesión monótona de las horas dieron, inesperadamente con la noche. En cierta manera el día se había sucedido como una hipnosis no del todo agradable. Las horas amontonadas unas detrás de otras, como si el horario no hubiera tenido un orden y hubiera sido víctima, también, del calor terrible, de la temperatura extrema y de la falta de brisa. Aquel verano fue cruel, porque no dio tregua. Ni hubo tormentas, no hubo noches pausadas. Se implantó el calor, dictatorial, a mediados de junio y no ceso en su crueldad hasta la mitad de septiembre. Imponente, castigador, permanente. Quizá, aquel día de agosto, si cabe, fue el peor. La noche se asomó con indiferencia, quizá la desaparición de la luz, daba cierta tregua, pero el calor seguí ahí.  Salió al balcón. Vio el mar como el que ve lo indescifrable. Se juntaba aquella masa negra de agua con la otra masa negra eterna del cosmos sobre la tierra. Una mínima luz atravesaba el horizonte, un barco de pescadores quizá, una patrulla policial haciendo ronda. El mar y su silencio nocturno son terribles, en esa quietud se esconde otro cosmos: igual de bestial, igual de salvaje, igual de terrible. Pensó en Marco, aquel amigo de la universidad que perdió la cabeza y se suicidó y se encontró su cuerpo en el Pacífico. Marco, alumno prodigioso, con talento para el estudio que pretendió ser poeta y luego músico y terminó dominado por la furia del cerebro. Se imaginó el mar con esa permanente furia de corrientes invisibles, transportando de todo, arenas, cuerpos inertes, vidas indescifrables. La temperatura no bajaba en la costa ese año, ni siquiera cuando ya entraba la madrugada. En el balcón se quedó quieto, como si moverse fuera un acto de guerra. No hubo brisa, en cierta manera el universo parecía detenido: el mar estático, la noche inmóvil. Tuvo la duda de si realmente algo se desplazaba temporal y espacialmente esa noche. Sintió un vértigo extraño, un vértigo lejano, un eco de algo que no le pertenecía. El calor no remetía, nadie sensato podía plantearse dormir aquella noche. Mejor el insomnio y esa extraña quietud que el nervio del calor en el colchón y la posibilidad casi absoluta de las extrañas pesadillas. Cerró los ojos, así como estaba de pié, la vida le pareció, de repente, un azar demasiado extraño, casi improbable. Escuchó pasar un insecto, quizá una mosca. Sólo ese zumbido le hizo creer que el universo aún permanecía activo, que aún había existencia.

martes, agosto 13, 2013

El alemán

 El alemán recorrió toda España buscando rastro de un pintor por el que se había obsesionado. El pintor, abstracto y terrible, había tenido algún breve momento de gloria, alguna exposición menor en pueblos de provincia y alguna venta generosa en la década de los setenta, pero jamás ocupó bibliografía de expertos, ni perteneció a ninguno de esos férreos grupos de la élite artística. De lo poco que se sabía de si biografía, daba notas sobre un autentico artista atormentado y terrible, con profundísimas crisis que alcanzaban cotas peligrosas de violencia. Se sabía de muchas peleas, muchísimas. Muchas veladas de su vida debieron acabar a golpes en plazas de pueblos de provincias españolas. Se sabía de una vida llena de mujeres y alcohol, rozando la pobreza permanentemente y huyendo de ella rodeado de amigos con poder. 

 El alemán persiguió la obra del pintor por toda España, llegó a Extremadura. Conoció pueblos pequeños, fríos en invierno, terriblemente cálidos para un alemán blancucho en verano. Encontró obra del pintor en lugares insospechados. En bares tradicionales, colgados con desgana, había cuadros, esos cuadros tremendos, llenos de trazos negros, de tamaño imponente, desgarrados. Allí, casi como trozos de paredes llenas de humedades, ignorados por los habitantes de pueblos lejanos, encontró el alemán hasta setenta cuadros. Los fue comprando uno a uno, bajo la mirada de recelo de cada uno de los vendedores. Como si la compra del alemán escondiera algún acto subversivo o casi terrorista de carácter desconocido. Así recorrió toda Extremadura, pueblo a pueblo, bar a bar, alcaldía a alcaldía. Terminó en una finca descomunal, cuya dueña, una joven heredera, permanecía aislada de toda forma de vida. El alemán se enamoró sin control, sin límites, como sólo se pueden enamorar los locos. La chica casi nunca hablaba, el alemán sólo hablaba del pintor, no obstante se emparejaron. El Alemán se instaló en la finca. Hacían el amor siete u ocho veces al día. Luego callaban. El alemán construyó con cierta torpeza, pero con pundonor, una nave amplia y diáfana en un trozo de la finca. Allí instalaría toda la colección que había obtenido del pintor. Un museo sin visitantes. Tardó ocho meses en concluir su obra. El día que terminó la obra e instaló los cuadros llevó a la muchacha, que hasta ese momento no había visto nada. Entraron a media mañana. Ella lloró con emoción levemente contenida. Sin hablar se quedó cinco horas mirando cuadro a cuadro. Él, sentado en una esquina, estuvo las cinco horas viéndola recorrer su obra, viéndola mirar cuadro a cuadro. Al terminar ella se acercó, le besó en los labios y sin cambiar el gesto le dijo: deshaz esta atrocidad. Él la miró esperando el gesto que convirtiera la frase en una broma. Nunca llegó. Ella salió de la nave. Él se quedó mirando algunas horas más todo aquello. No pudo o no tuvo indicios de cuando empezó el fuego. Cuando se quiso dar cuenta la nave ardía. Al alemán, por más que lo intentó, no le dio tiempo a salir.

viernes, agosto 09, 2013

Ivana Torres

 La última vez en mi vida que vi a Ivana Torres me la crucé en un semáforo de la glorieta de Bilbao a las tres de la mañana. Hacía un frío terrorífico, una de esas noches de diciembre que el ambiente parecen agujas invisibles. Hacía seis años que no la veía, quizá algo más, y ese encuentro anterior había sido a ocho mil kilómetros de ese semáforo de la glorieta de Bilbao, donde conocí a Ivana y una generación de gente que se había ido quedando atrás: exactamente a esos ocho mil kilómetros de distancia. Dudé muchos segundos en saludarla porque Ivana no me parecía Ivana o me resultaba sorprendentemente extraño ver a Ivana en esa esquina de Madrid. Ivana se había diluido en los días, en los años y jamás me hubiera imaginado cruzarme con ella, en mitad de una madrugada de Diciembre, en una esquina tan lejos de aquel sitio. Yo venía de una cena de navidad con gente a la que con el tiempo también dejé de ver, una cena de navidad aburrida, en la que bebí con desgana una cantidad abrumadora de cervezas. En la esquina de Bilbao, buscando un taxi con poca fe, vi a tres personas esperando a que el semáforo se pusiera en verde. Miré a esa rubia que en ese momento era un poco menos que entonces, escuché su voz, su acento, miré con algo de descaro el cuerpo y pensé sin demasiada poseía: "Coño, esta es Ivana". La tenía justo delante de mi, algo más gruesa que aquella post adolescente excitante de entonces, vestida de un modo algo acartonado, pretenciosamente elegante, un estilo de alguien más mayor de lo que Ivana era entonces.

.- ¿Ivana?- se giró más con cara de susto que de curiosidad. El acento y ese tono de voz levemente empalagoso seguía ahí.

.- ¡Iñaki Valle!- dijo forzando la sorpresa alegre.

.- ¿Cómo te va Ivana?

 Creo que nos abrazamos con educación. Intercambiamos algunas palabras, creo que nos cambiamos los números de teléfonos. Quedamos en llamarnos alguna vez. Una conversación velocísima, impregnada de un no saber que decir permanente. Evidentemente no volví a ver a Ivana.

 La vida de Ivana a partir de entonces no debió ser nada sencilla. Supe que vivió en Boston. Conoció a un americano con un futuro prometedor en las finanzas. Se quedó embarazada creyendo que ya venía una vida estable. El buen muchacho se largó con una azafata a Canada. Ella, embarazada de siete meses se bajó a Miami a vivir con el hermano. Buscando apoyo familiar. El hermano intentó ser amable, pero estaba empantanado en un negocio ilícito y terminó huyendo a Venezuela, donde habíamos empezado todos.  Tuvo un parto terrible en una clínica privada. El padre de la criatura no dio señales de vida.. El muchacho nació con múltiples problemas. Rodeado de tubos, lleno de complicaciones y con una esperanza de vida mínima. Ivana se entregó en cuerpo y alma en cuidar a ese cuerpecito. Ivana se entregó a Dios o una forma de Dios y una forma de gratitud abismal. Para Ivana todo estaba lleno de mensajes y esos mensajes había que ayudar a los demás a descifrarlos. Se mudo de Miami porque entre otras cosas el clima era nefasto para la frágil salud del bebé. Volvió a Boston. En Boston pasó un invierno duro, pero se dedicó con esfuerzo a cuidar del niño y a formar un grupo de rezo y de transmisión del mensaje de vida que estaba convencida haber entendido. El niño, antes de los dos años, murió. Ivana entonces navegó más que vivir navegó porque flotaba por un limbo acuático. Buscó al padre de la criatura, el hombre respondió como pudo, pero muy torpemente, a la situación. Ivana volvió a Miami donde vivía ahora su padre con su nueva mujer, la cuarta. El padre seguía siendo serio y esquivo. El hombre le ofreció una ayuda relativa en la que basicamente él no sacrificaba nada. Vivió un par de meses en una habitación de la casa del padre. Se fue. Volvió a Venezuela y Venezuela estaba metida en un maremoto inexplicable, nada era lo que recordaba, porque Ivana había conocido un esplendor que ya le estaba negado: Ivana había sido una adolescente envidiable. Popular, hermosa, apoyada por sus padres, estudiosa, con dosis perfectas de diversión sin caer en la perversión y ya nada quedaba. El matrimonio de sus padres, exitoso en aquellos años, terminó con violencia, la madre seguía viviendo en aquella casa donde todo fue brillo y ahora era decadencia. Consumida por los antidepresivos, había engordado hasta la obesidad y no hablaba con nadie. En Venezuela, Ivana, sintió la desgana, y perdió la fe en su mensaje de vida. Buscó con desespero a aquella adolescente que jamás volvió.

 Anoche soñé con Ivana. Soñé que volvía a aquel edificio donde fuimos vecinos, donde nos conocimos, donde alguna vez me masturbé después de verla pasar desde la ventana de mi habitación. Soñé que entraba a aquellas torres y que en el descansillo entre el sexto y el séptimo me encontraba con ella. Nos abrazábamos y me preguntaba por mis padres, le contestaba fugazmente: mi padre murió hace muchos años. Ivana me miraba con cara de sorpresa y de cierto temor:

.- Iñaki. Iñaki, tu padre sigue viviendo ahí, en el décimo piso.

Desperté sobrecogido. Por la ventana entraba una brisa agradable. Me costó un rato volver a dormir.

viernes, agosto 02, 2013

El socorrista

 El socorrista rumano es pelirrojo. Más que pelirrojo es naranja. No sé si tiene que ver con el hecho de que todo el día le de el sol, pero su color de pelo es mucho más chillón que el del pelirrojo habitual. Es un pelirrojo poco habitual, su piel está muy bronceada y se forma un color inexplicable, único, peculiar. Es activo, muy activo, sin embargo el trabajo de la piscina realmente parece aburrirle. Las mañanas, que la piscina generalmente está medio vacía, suele quedarse sentado después de limpiar y hacer algunas maniobras rutinarias. Lee, lee con furia y a una velocidad que asusta. En el mes de junio (la piscina no abrió hasta el 8), se leyó algo más de diez libros. En julio la marca va disparada, debe llevar casi veinte. Es adicto a las novelas históricas, sobre todo las de guerras. Conflictos centro europeos del siglo diez, once y doce. Lee con furia, como si leer no fuera una elección, sino una urgencia. La tarde está pendiente de todos esos enloquecidos muchachos que saltan poseídos por hormonas desquiciadas. Les mira muy atento. El trabajo de socorrista le parece el colmo del tedio, pero es profesional hasta cuando duerme. No pierde ojo de todo lo que sucede en el rectángulo de cloro. Observa con atención el tráfico de vecinos, ya conoce a la mayoría. A menudo entabla conversaciones con alguno. Su voz es atonal o tiene un tono monocromático. Es una voz grave, como si saliera de las cavernas del pulmón o de un punto indefinido de la espalda. Es casi robótica. Lo que dice parece programado por un software evolucionado técnicamente, pero al que le han implantado muy pocas cosas. Casi siempre habla de lo mismo: de su pasado como guardaespaldas de algún famoso de capa caída y de las guerras que lee. También con frecuencia y obsesivamente, desmonta el mito de Dracula. Habla de Dracula como el rey de la guerra y como un ser implacable en su violencia. En verdad habla de Dracula como si hablara de su padre o de un abuelo, un ser del que tiene que honrar su memoria. No hay manera de desviarse de las guerras o de Dracula en las conversaciones de las tardes en la piscina. Se acerca y habla de los bañistas y de su colocación en la piscina como complejísimas estrategias militares:

.-Mira, los muchachos de la izquierda están aplicando la estrategia de los círculos concéntricos. Un error, porque si ves a los que han saltado por la derecha hacen el avance horizontal. La colisión en el centro de la piscina dará como resultado un caótico enfrentamiento al que inevitablemente llegarán con un ejercito más amplio los de la derecha. Mal lo tendrían que hacer para no vencer.

 Hay quién habla con él antes del chapuzón, casi como un ritual. El rumano despliega sin demasiado frenesí alguna de sus teorías sobre Dracula, ese hombre al que venera de un modo extraño, desconcertante. Cuando la piscina se va vaciando, prepara la huida. En verdad, en su trabajo, se sospecha que el traslada imaginariamente esos campos de batalla. Seguramente la piscina no es un rectángulo azulado, lleno de agua y cloro. Para el hombre allí hay campos gigantes y los bañistas son soldados de ejércitos imperiales.

 Algunas tardes una chica viene a visitarle. Hablan apoyados en una de las vallas que rodean la piscina. Ella es pequeña, a su lado parece una especie de muñeca. Él parece incluso más corpulento, más grande. Hablan poco y sólo habla él. Pasan las horas mirando a la piscina. Cuando llega la hora de cierre, se van andando sin mucha prisa. Una vez les vimos tomando una cerveza en uno de los bares de la avenida. Estaban sentados en una mesa de la terraza. Ella estaba con ese gesto inmóvil y algo triste en el que parece habitar, él estaba con los ojos llenos de lágrimas. Ninguno de los dos hablaba.

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