miércoles, mayo 30, 2012

Las dos

 Una podría ser arquitecta o cineasta, dependiendo de como haya evolucionado hasta entonces el cine. Podría ser camarera o dependienta de una tienda de regalos. Podría ser azafata o conducir aviones. Bombera o funcionaria de la seguridad social. Editora o fotógrafa freelance. Bajista o percusionista de un grupo de un estilo aún por definir. Podría ser ingeniera electrónica o de telecomunicaciones. Podría ser guionista de publicidad o advinadora del futuro con una vida huidiza. Conductora de autobús o de un medio de transporte algo novedoso y poco contaminante. Podría taxista o coleccionista de antiguedades. Abogada, economista, trompetista o psicóloga. Podría ser bailarina frustrada o deportista de élite. Fundadora de un movimiento literario o encargada de unos locales de ensayo en el extrarradio de Madrid. Técnica de sonido o ingeniera industrial. Química con una carrera complicada. Traductora simultánea o locutora. Enfermera con durísimos turnos nocturnos o asceta alejada de la vida laboral y de la dinámica social. Directora de una sucursal de banco en un pueblo de una calle.

 La otra podría ser tenista o levantadora de pesas, un caso peculiar de luchadora de sumo en España. Poetisa o ganadora de concursos literarios de provincias. Bibliotecaria o Policía. Entrenadora de un equipo de tercera división de baloncesto. Diseñadora 3D. Actriz con poquísimas perspectivas de futuro. Bailaora flamenca. Guitarrista de Neo-Post-Punk de un grupo incomprensible de la década de los 30. Hippie. Perroflauta. Analista político en un periódico regional. Iluminadora de platós. Maquilladora. trotamundos o programadora. Gerente cultural o directora de una empresa de abrasivos. Fundadora de una empresa con pocos beneficios. Religiosa post apocalíptica. Profesora a distancia. Psiquiatra o cuidadora social. Filósofa venida a menos o corredora de 50 km marcha con unos tiempos más que aceptables.

 Honestas.

domingo, mayo 27, 2012

El minuto Paula

 Primeras contracciones. 22:20 del 27 de marzo. Todo apunta al 28.

A esa misma hora un tipo conduce por una autopista que jamás veré, va escuchando un programa de radio en un idioma que jamás comprenderé.

Un tipo encesta un lanzamiento soberbio. El balón rodea sin aspavientos el aro y se cuela. El marcador en ese instante no apunta a grandes emociones.

Un tipo edita una noticia en un canal veinticuatro horas del norte de Europa.

Eduardo Machado celebra su cumpleaños en Bangkok. Acaba de dar un beso a su hijo. El hijo corretea y lanza unas ramas al cielo, la madre mira la escena, siente esa forma de privilegio y enigma que rodea la leve felicidad de lo cotidiano. Han comido bien. Ella le besa la mano y le felicita con ternura. Eduardo desconoce hasta ese momento el enigma que la vida ha deparado, la segunda hija de uno de los tipos que más le quieren en el mundo está naciendo.

Un hombre cansado termina un libro sin entusiasmo.

Israel mete un píe en el agua. Roza el sosiego. No hay palabras para lo que es absoluto. Desconoce la sincronía que hay en que su sobrina esté naciendo en el mismo instante en que él piensa en el enigma de las olas.

Una chica abre un portal en Santander.

Martín mira por la ventana. Buenos Aires es un animal gigante que vuelve su ternura, a ratos, en una forma de canibalismo emocional. Hay un cielo grisáceo: perfecto para una foto en blanco y negro a color. Tose, se raspa sutilmente la garganta. Se mira las manos. Se siente vivo.

 Un taxista elige la ruta equivocada en Mexico DF.

Amparo siente el hilo del estómago, un hilo telepático que lleva una vida anunciándole cosas. Está convencida de que en ese instante su nieta ya ha nacido.

Un futbolista hace estiramientos y siente una molestia en el talón

David se cruje la mano. Ha caminado varias veces a lo largo de la última hora del baño al salón. A ratos piensa en imágenes futuras. Piensa en cadencias, piensa en cosas poco concretas. Sin embargo recordará con enorme precisión ese instante el resto de su vida. Su memoria emocional es desmesurada.

Un vigilante se queda dormido en Puerto Cabello.

Carmen guarda una prenda en el armario. Lo cierra. Anota algo en un cuaderno. Algo que nadie jamás leerá. Cada cierto tiempo, en el futuro, abrirá el cuaderno para releer eso que ha escrito. Un día, dentro de veinte años, quizá veintidós, se lo leerá a Paula.

Una chica escucha por séptima vez una canción que se le clava directamente en las entrañas.

Doscientosmil individuos escriben en twitter frases que agonizan.

Devendra Banhart escucha una canción formidable.

Carolina mira el reloj, mira la hora y sonríe. Algo intuye.

Un tipo estornuda en Rímini.

Una niña sueña con hormigas. Unas hormigas de un color peculiar. Las hormigas, curiosamente, cantan  una canción de un estilo absolutamente novedoso.

Una mujer orina en Braemar.

Felix Valderrama mira un árbol. El árbol es movido inapreciablemente por una brisa agradable. La brisa, piensa Valderrama, lleva olor a madera y a mar: un mar imposible, piensa Valderrama.

Una chica se sirve café en la mesa del catering de un rodaje agotador, de una película que no irá muy bien cartelera. A la chica el café le sabe a canela.

Una pareja hace el amor en Barquisimeto. Otra en Donosti. Otra en Lisboa. Algunas cuantas en Cordoba. Bastantes en Roma. En Caracas. Dos parejas se quedan embarazadas: una en Santiago de Chile y otra en Bamako. Un par de ellas lo harán algunos segundos más tarde en Teheran. Algunas en Delhi un poco antes. A lo largo del día será incalculable.

Muere un tipo en Vigo, otro en Londres, en Pasadena, en Owando....

Marta hace el último esfuerzo. Hay una última fuerza: es, lejos de ser cursis o pretenciosos, la fuerza de la vida

N mira a Marta, ve las manos de un médico aplicado.

Paula nace.
















Verano

 Toda la tarde había estado afectado por esa ligera euforia del final de la primavera, cuando el calor es algo más que una sensación térmica, cuando es una forma de vida, cuando es un absoluto en las ciudades, en esos parques donde corretean muchachos liberados y anárquicos, jugando de un modo primitivo con la arena, con los hierros, con las ramas que emulan espadas o extraños artilugios que cocinan pasteles invisibles. No había seguido una ruta preestablecida. Había salido pronto de casa y había ido avanzado por la ciudad empujado por el bullicio de los caminantes de chanclas y bermudas. Mirando los relojes para comprobar que en junio las horas efectivamente van más despacio y el día se multiplica hasta formar un día brutal, desmesurado. Se sentó en alguna terraza, bebió algo sin prisa, prefigurando la vida de esos extranjeros simpáticos que se sacaban fotos sonriendo o esas parejas en la cima de un amor que inevitablemente de ahí ya irá, para siempre, a menos. Se fue al gran parque que ese día estaba en esplendor, las hojas de los arboles exhibiendo los beneficios de las lluvias de abril y mayo, los artistas callejeros afanados en su número para un público volátil pero amable. El titiritero descansando del número fumando detrás de sus trastos, charlando con la adivinadora de futuro argentina que lleve horas sin clientes desesperados o curiosos despreocupados que se sientan más por humor o por contarlo en un futuro que no será desvelado. Vio niños correr y lanzar pan a los patos del lago. Vio extranjeras con las que huir a un césped cercano, detrás de los matorrales, vio ancianos que reviven un poco en esos días y se sienten más fuertes, vio familias frescas, rozando esa forma de felicidad más compleja y elevada de lo que intuyen los clichés y se sintió parte de un ciclo elevado, como si la tierra fuera consciente de esa fugacidad  hermosa de los días de junio. Fue cayendo la tarde, esa luz sublime y lenta. Ese azul oscuro que parece animar a cambiar de actitud, la hora bruja. El parque vaciándose de niños y padres, de ancianos y extranjeros agotados de caminar las coordenadas de un mapa lleno de señales y marcas. En una esquina del parque se da paso a la noche, el cambio de público. Un exposición se inaugura en uno de los palacetes y la entrada es libre. Camina hasta allí, sabiéndose más cercano a ese público que al otro. En la puerta individuos vestidos rozando el delirio charlan de las obras también de otras obras, de otras exposiciones, de otras ciudades, de otras eras y reflexionan  sin sacar conclusiones precisas. Ojea el interior. Cuadros gigantes y agitados, llenos de zarpazos y arena, la psicología del desasosiego. Lee los títulos que no le dan pistas sobre lo narrado, sin embargo hay algo sobrecogedor en las dimensiones de esas pinturas, también en su colocación solemne, como si hubiera algo casi religioso en observarlos. Suena música. Una música que reverbera y no parece actual, tampoco cercana. Se gira y va a salir cuando se encuentra con una conocida. Una tipa a la que lleva años sin ver, una chica simpática con la que nunca tuvo un trato excesivo. Se saludan con un cálido abrazo. Ella habla, le actualiza con brochazos su vida y le pregunta por la suya. El habla por encima de su cambio de vida, de la nueva forma de soledad, sabiendo, mientras habla, que por cercanía hacia el otro lado, ella ya sabe lo acontecido. Ella propone tomar una cerveza fuera. Salen se sientan en un bordillo al lado de árboles, es de noche y la temperatura es sublime. Ella habla con ánimo, evoca algunas tardes colectivas, cuando tenían cierto trato. Él las tenía casi borradas. Recuerda una borrachera y charlar con ella hasta la madrugada de una película inexplicable. Mientras hablan a él le parece que hay algo que no está sucediendo, como si ese camino inesperado de su vida no fuera más que una prefiguración, una forma de ficcionar desde el pasado un futuro imposible. Sin embargo la noche del final de la primavera está ahí, como si todo colgara. Se van caminando por el parque, es de noche y casi no se ve. Salen por la avenida. Hay poco tráfico. Deciden irse a casa de ella. A cada rato el mantiene esa fascinación común de la sorpresa de los giros de la vida. Como si el verano no fuera más que una excusa.

viernes, mayo 25, 2012

El perdón

 Aturdido, confuso pensó que hay una gran marea ética, un gran terremoto moral en el que confundimos muchas cosas: el perdón, la confesión, lo bueno, lo malo, lo permitido, lo correcto, lo honesto, el egoismo. Pensó, como un hilo dictado, un pensamiento que siempre había estado ahí y que no había tenido continuación o forma precisa, que muchas de nuestras maneras de actuar están legitimizadas por un casi inevitable sentido católico de la vida que llevamos tatuado en la sangre. La memoria genética. La confesión, ese perdón fugaz y liviano de la confesión, abre las puertas, aligera las cosas y livianiza la culpa, ese sentimiento tan desconcertante y difuso, tan ambiguo y artificial. Así, siguió dictándose, casi como leído, que tantas veces nos confesamos al otro esperando que nos conceda, subterraneamente, el perdón. La reflexión se ausenta en busca de ese perdón que nos elimina la posibilidad de asumir nuestro pasado. No miramos, hemos sido perdonados bajo nuestra confesión: ese perdón es barato, la simple narración de lo acontecido nos otorga ese perdón que modificará amablemente ese lugar inaccesible e hipersensible al engaño: el pasado. Ya no necesitamos ser objetivos y asumir que las consecuencias de nuestras actitudes son causa y efecto, ya no necesitamos asumir y reflexionar y tratar de comprender y objetivizar nuestro comportamiento. Ya tenemos el perdón, pasaporte a la desmemoria y la alteración de la realidad, ya tenemos el arma definitiva para modificar y ficcionar. Ya podemos reescribir porque hemos sido perdonados. Luego se prendió un cigarro, casi como un alivio, casi como si en el cigarro se sucediera la verdadera respiración, y la otra, la respiración ajena al humo y al alquitrán fueran una lenta asfixia. Trata de desmenuzar cada una de las capas con conforman esa sensación total. Un terremoto, un volcán interno que desmorona y dispara frases e imágenes, prefigura y confabula. Adivina el desengaño, adivina la lucidez de lo que vio con anticipación y se confirma años después, adivina el recelo, la ira, adivina la frustración, el golpe, adivina el recelo, la desconfianza afirmada, adivina la rabia, algunos gramos de perturbación, y finalmente sensaciones encriptadas, confusas, mezcladas con sensaciones  prehistóricas, difusas, casi irreales, como si no le pertenecieran del todo. Entonces rehace el camino, remonta la historia buscando la esencia o un hilo conductor, entendiendo que todo análisis acumula un montón de ideas continuas con algunos acontecimientos incoherentes, que desmontan cualquier posibilidad de cronología lógica. La vida humana está repleta de accidentes, de recovecos inaccesibles que forman un global, inexplicable. Ahí es donde algunos, piensa, buscan el perdón, para ignorar ese pasado y continuar y otros buscan, absurdamente, comprender cada misterio de un modo científico. Como si lo acontecido tuviera alguna explicación más que la miseria, la miseria y la mezquindad de los que ansían gobernar el mundo a golpe de vacío e imposición.

 Lanza el cigarro lo pisa, un chico pasa en bicicleta frente a él.  Le gusta el verano. Y eso, al final, es lo único que le importa.

miércoles, mayo 23, 2012

La huida

 Mientras el taxi se metía en esa ciudad por una autopista soberbia desde la que se veía un perfil preciso y muy fotográfico de edificios, se dejó llevar por la emocionante sensación de novedad, de desconcierto y desubicación de ver una ciudad desconocida. El taxista conducía con brío y llevaba la radio a un volumen notablemente alto. En la emisora las voces se entremezclaban casi a gritos, unos se pisaban a otros e intuyó que ahí se hablaba de política, de asuntos espinosos y cargados de prejuicios. Luego pensó, mientras la autopista se convertía en Avenida y el tráfico se hacía denso y la cultura absoluta del país se hacía visual en las esquinas, en el andar de la gente, en el olor que entraba por la ventanilla abierta del taxista, que la percepción es una interpretación indescifrable de la estadística subjetiva. Afuera los colores de los autobuses, la forma de la publicidad eran nuevas, ligeras variaciones que demuestran que uno es extranjero. El taxista se detuvo frente a un edificio y le miró con desgana,  pagó con la poca moneda local que tenía a mano y se despidió sin ser respondido. Entró en el edificio acristalado, en el hall la vio. Ella sonrió desde lo lejos. El encuentro con alguien cercano en el extranjero siempre tiene un halo de extrañeza, como si la normalidad estuviera sostenida por las calles que uno conoce y cuando esas calles no están la normalidad se desmorona. Se abrazaron con novedad, como si se estuvieren reconociendo después de una era en el hielo. Ella le preguntó por el viaje, por la salida de casa, por asuntos de lo cotidiano que ahora parecían ficción. Él sintió el vértigo de cierta dicha. Un vértigo acelerado, como el que sabe que se abre un espacio temporal que será recordado y está deseando saltar de una vez y no prolongar el tramite. Subieron a la habitación para dejar la maleta. Cuando ella abrió la puerta una luz salvaje entraba por la ventana abierta, la temperatura era perfecta y la ciudad se extendía como una alfombra. Las construcciones parecían montar un puzzle, techos, azoteas, ladrillos, carteles, todo amontonado como si no hubiera razones, como si la ciudad hubiera caído en vez de crecer. Se lanzaron a la cama. A él le excitaba el aire fresco, el cierto nerviosismo de saberse ajenos, el olor del champú de hotel que había en su pelo. No hubo frases, como si todo fuera exclusivamente físico y absoluto. Hubo una intensidad marcada por esa nube de humedad y de climatología distinta. Como si descubrieran esas leves diferencias corporales que quedaban afectadas y variaban por la sensibilidad a las nuevas condiciones atmosféricas, la diferencia horaria, la humedad relativa, el calor. El sudó más de lo habitual y se sintió mas preciso, más concentrado, ella apenas abrió los ojos. Luego se quedaron un rato esparcidos por la cama, como si fueran agua derramada. Como si el orgasmo los hubiera introducido definitivamente en la nueva realidad. Al rato salieron a la calle. Atenazados por las amenazas de violencia social, por las cifras de robos y disparos, cogieron un taxi, fueron hasta un restaurante que le habían recomendado a ella. Comida local de nivel, con cierto grado de experimentación. Por la tarde tenían la agenda llena de compromisos, estos ya si de trabajo, así que la comida sería el refugio dentro de la huida, el recoveco inaccesible antes de zambullirse en otros ritos. A él le gustaba el modo en que ella se entusiasmaba, porque en su entusiasmo no había euforia desmedida y lograba convertir todo en ese entusiasmo agradable, casi relajado. El que observa la novedad sin ansiedad, sino complacido de ver nuevas formas. Al salir del restaurante, donde él confesaba haber bebido más vino del debido, llamaron a un radio taxi y esperaron en la acera, donde el sol daba de frente. El aparcacoches del restaurante les sonrió sin esperar sonrisa a cambio. En ese momento ella vio un fuego enfrente, una hoguera gigante que crecía insaciablemente, expulsando un humo terriblemente negro. Durante algunos segundos simplemente miraron, entonces ella preguntó al aparcacoches si sabía que sucedía. El tipo, flaco y desgarbado, ligero y despreocupado contesto casi con ironía:

.- Hoy es el apocalipsis. Hoy se acaba este enredo. ¿Quien nos iba a decir a nosotros que el apocalípsis iba a empezar tan cerca de nosotros tres? ¿Quién lo pensó cuando crecimos en nuestras casas, cuando íbamos viviendo nuestras vidas, cuando ninguno de los tres, jamás, nos habíamos visto? ¿Quién nos iba a decir que el final iba a empezar así?

viernes, mayo 18, 2012

Duaca

 El viejo perdió la fe en la vida y trató de buscarle en el más allá. En realidad la buscaba en Duaca, en casa de una vieja que vendía productos esotéricos y le leía las manos. El autentico misterio no estaba en esa creciente creencia en el poder de ciertas sustancias y jabones o productos enfrascados en cristal, el autentico misterio estaba en como había llegado el viejo hasta Duaca, en cómo había dado con esa vieja, entrañable al hablar y dura en la negociación del precio de su mercancía mágica. El viejo si hizo asiduo, entre semana manejaba por la carretera vieja hasta Duaca y pasaba media tarde entre velas y revelaciones, luego compraba productos para la semana y para sus males: jabones para la esperanza, un líquido verdoso para las malas energías, champús para el pesimismo, perfumes para atraer las buenas vibraciones. Nunca sabíamos cuanto gastaba en aquellas sustancias, pero lo poco que quedaba en la cuenta iba destinado al milagro. La vieja también le predecía y sobre todo le hurgaba en ese pasado vaporoso y confuso del viejo. Mi madre le acompañó alguna vez y las descripciones eran confusas:

.- La señora dice que carga un peso creciente. Una pelota de mala energía que contrajo en un trabajo de hace veinticinco años, una envidia mal curada.

 Y el viejo no decía nada y creo que prefería que no supiéramos de sus visitas a Duaca. El viejo vivía aquello como un sacrificio, como una penitencia, como la única salida de un laberinto terrible e infinito, el laberinto del infortunio. El viejo se duchaba con fe en aquellos productos. Luego la casa quedaba impregnada con esencias desconcertantes, mezclas de olor de hoja de plátano o bambú, flores exóticas de las que desconocía el nombre y cuyo olor se apoderaba de mis días. En cierta manera yo empecé a creer que aquellas sustancias también ejercían influencia en mi. Como si la casa fuera una isla, una isla lejana y mística, una isla mitológica llena de influencias y virtudes divinas. En aquella época creí tener más éxito entre las chicas y el sexo se daba con mayor frecuencia. Así que lo que en mi padre era un último aliento, en mi era lascivia. Como si el mismo espiritu que debía impulsar a mi viejo a un giro de la fortuna, tuviera por otro lado una fogosidad ingobernable.

 Llegar a clase era una ruleta. Mi mirada decidiría quien sería hoy. Primero fueron las pequeñas sorpresas. Ver, repentinamente, a la tímida A buscarme a la salida y proponer un paseo largo por Bararida y buscar con nervio y prisa unas escaleras de un portal anónimo y buscar con vehemencia una cima. Luego fue el mito colegial de B, la inaccesible B ofreciéndome hacer aquel trabajo de literatura lationamericana en su casa, aquella tarde en que sus padres aún trabajaban. Luego las perversiones de C. Los juegos insospechados de D. Los días duros en que primero era E y luego F. La velocidad de éxito y de atracción crecía ajena a mi, y yo sospechaba todo ese poder en aquellas esencias que venían de Duaca, ¿Quién lo iba a decir que mi secreto era Duaca? Una calle de Duaca, una casa humilde de Duaca, una viejecita entrañable de Duaca. Allí radicaba aquel repentino y creciente éxito. La lista aumentaba y mis vicios y experimentos más. G con H. El coche con I. Los deliros de J. Y traspasé mi generación y los cursos superiores mostraron curiosidad por las esencias de Duaca. La voluptuosa K, la misteriosa L. Y así alcancé cotas inalcanzables hasta la tarde en despistado en los baños del colegio, cuando ya cerraban me encontré con la profesora Z. Y las sorpresas de la madurez, la hermosura de la madurez, las diferencias de piel y formas, la experiencia y la sabiduría de la profesora Z. La tarde mítica en el despacho de Dirección cuando ya nadie quedaba en el colegio.

 Mi padre no encontró la suerte. Tampoco la fe. Mi padre fue cayendo en un letargo y un hastío de record y con ello se esfumo la fe en aquella viejecita, la fe en Duaca, la fe en aquellas esencias que yo si creí milagrosas. Mi padre se sumió en una infinita nostalgia, yo me sumí de nuevo en la soledad. Ya nada despertaba a mi paso por los pasillos de aquel triste colegio.

Venus In furs

 Se quedó dormido casi media hora. Al despertar se puso en pie y sintió cierta gratitud. El verano se consolidaba y olía bien en la ventana. Un olor que se colaba y marcaba la constante. Temió que esa siesta tardía, casi metida ya en la noche, le produjera insomnio, pero olvidó el temor al asomarse a la ventana y ver la calle vacía y cálida. Había casi una gratitud cósmica por esa sensación delicada de los primeros atardeceres del verano. Ese tiempo inexplicable que se prolonga indefinidamente cuando cae la tarde, ese silencio, esa sensación de que todo es liviano. Esa agradable apatía, como se se supiera que hacer algo es contradictorio con la vida, cuando realmente lo único que se debe hacer es dejarse caer en esa forma bestial y sublime de presente. Entonces recordó algo del sueño, o algo que debía haber sucedido en forma de sueño durante la siesta a deshora. Un insecto sobrevolando intrépidamente algunos libros, alguna parte de su piel. Un insecto que toma forma de persona, pero una persona minúscula, una persona imposible mezcla de varias personas de su entorno y algún rasgo ficticio. Un insecto que a ratos emite un sonido profundo, grave, hermoso, ligeramente hipnótico. El insecto a ratos coquetea con escaparse por la ventana y a él, la huida, la posibilidad de esa huida le produce una forma incomprensible de nostalgia, como si con la huida de ese insecto imposible se escaparan partes inalcanzables de su memoria o algunas bifurcaciones del futuro. Hay algo en el insecto, en su vuelo, en la posibilidad de su huida, algo tremendo, casi trágico. El insecto, finalmente, se desvanece en mitad de otras sensaciones en esa abstracción sensitiva que es la siesta. Cuando termina de recordar ese evento mental del mosquito, ve, desde la venatana, un tipo pasar en bicicleta abajo, de izquierda a derecha. Durante poco más de segundo cree que el ciclista se va a tropezar y se va a caer, pero el ciclista cruza la calle entera y desaparece sin ningún percance. Entonces, por la esquina ve aparecer a LR, caminando con  su particular desdén, como si andar fuera un ejercicio punk extremo, un acto provocador y libre, el más libre de los actos. LR levanta la mano mirando hacia su balcón, el contesta el saludo y le hace el gesto de que va a abrirle. Camina hasta la cocina, levanta el telefonillo y pulsa el botón. Vuelve al salón y deja la puerta de la calle abierta. Escucha los pasos de LR subiendo por la escalera, un silbido anárquico que está convencido que es una melodía inventada. Entra LR, dice una frase bárbara, primitiva y soez, pero a él le produce una sonora risa. LR le pide cerveza y él va hasta la cocina y coge dos latas en la nevera. Vuelve, LR ya he extendido los artilugios, el rito está a punto de comenzar. En seguida le invade el olor, un olor que le evoca  fábricas siderales, una cocina metálica, una fábrica de colores chillones. El olor a vinagre, vinagre diablo. La cadencia revienta en una laxitud abrumadora. Como si todo pesase más que el verano. LR no habla. La realidad se instala en una nota repetitiva, constante, indefinida. Como si el verano fuera una melodía, una melodía omnipresente y absoluta. Entonces escucha una maraña de insectos acercándose por la ventana.

jueves, mayo 17, 2012

Inmortal

 Hasta que no se demuestra lo contrario soy inmortal

martes, mayo 15, 2012

Garabatos

 El exceso de sensatez es una insensatez.

 Pretender ser honesto es muy deshonesto.

 La insatisfacción artistica puede ser confundida con el ego radical, la insatisfacción del ególatra.

 Tu ética te llevará a combatir con tu moral.

 Los principios basados en la igualdad te mostrarán el camino de la injusticia.

 La justicia basada en las buenas intenciones, en el amor, no es justicia: es un acto de fe.

 Tus convicciones más fuertes te llevarán al desengaño.

  No obstante, la única manera de habitar aquí, es creyendo en el otro.

 

lunes, mayo 14, 2012

Vecindario

  No hay contacto cierto con los vecinos. A veces no parecen personajes reales. Si uno se asume, indiscriminadamente, como protagonista de su propia vida, los vecinos son, exageradamente, los extras, el relleno de gente anónima en el campo de batalla. La señora del tercero no parece habitar más allá de ese hola en el pasillo, la chica del cuarto y su sonrisa educada parecen difuminarse en una nebulosa incomprensible cuando se mete en el ascensor y desaparece. La pareja del tercero, esos dos tipos serios, distantes, a veces casi mal encarados, podrían dormir en un baúl, junto a otras marionetas. Y sin embargo, están tan cerca. Duermen separados por muros envejecidos, estrechos, de un grosor casi ridículo, que minimiza levemente las voces, el sonido del agua corriendo por las tuberías, el ruido de la televisión. Están ahí, pegados. Detrás de se muro frontera, ese muro engaño, que nos hace distantes, tierras inexplorables los unos de los otros. Les veo cada cierto tiempo y les prefiguro su vida. Con algunos coincido por horario. Nos saludamos con esa distancia de los desconocidos. Un hola que reverbera como si viniera de un planeta en el otro extremo del universo. Vidas absolutamente ajenas, alienígenas habitando a centímetros de tu pared, que escucharon filtrada por el hormigón tu música, quizá el gemido previo al orgasmo, una discusión intrascendente sobre el destino de un sobre del banco, los gritos celebrando un gol o una hazaña deportiva que se irá olvidando en el tiempo, murmullos que no descifrarán, un hilo de voces ininteligible. Son ellos, esos seres fantasmagóricos que habitan en el edificio.  Y él, era uno de ellos. O quizá él era la representación absoluta de ellos. Anodino, intrascendente, triste, de caminar caótico, como si ya sólo su forma de andar mostrara un cúmulo de imprecisiones a las que jamás tendrán acceso los otros. Enigmático y extraño. El mexicano parecía sacado de una película que fuerza desquiciadamente imitar a Hitchcock y se queda en un drama telenovelero. Un rostro común pero indescifrable. Como si la impresión fenotípica común escondiera la peculiaridad de la experiencia en un individuo que pareciera venir de un remoto destierro. Como yo vivía al fondo, en el patio, pasaba por las ventanas de su cocina, donde unas cortinas tristes y desgastadas, dejaban traslucir botes con comida y una limpieza impoluta, también el olor desmesurado de una comida que incitaba al atracón. Ese mexicano cocinaba bien, o eso indicaba ese olor que empujaba a otros paisajes, a otro entorno, a un lugar donde uno quería ir de inmediato.

 Al principio vivía con una anciana que no hablaba, que estaba sentada en una moderna silla de ruedas y que uno la imaginaba siempre en sus últimas horas. Sospeché que era su cuidador, todo apuntaba a que no era un familiar. La mujer murió. Eso lo supe por las ambulancias, por cierto transito anormal en las escaleras. Luego se quedó allí solo. A veces aparecía un hombre: otro mexicano. Un tipo serio, huidizo, que parecía vestir para una fiesta que se celebraría cuatro décadas antes. Generalmente le veía solo. Un día le vi unas calles más allá. Vestido con ropa deportiva. Como si se forzara a adelgazar unos kilos que era evidente que le sobraban, sobre todo a la altura del abdomen, pero la ropa deportiva parecía un chiste en su cuerpo. No era deportista nato, se veía en su forma de llevar la ropa, en su esmero por lucir elegante con esa vestimenta que por más que se esfuercen las grandes marcas jamás será elegante, jamás quedará bien, salvo a Roger Federer y algún que otro elegido más, se notaba en su incómodo con las zapatillas, con ese pantalón corto y esa camiseta que quizá sobredimensionaba algo más ese abdomen torpón. Otra vez me lo encontré comprando, como yo, algo de comida para llevar en un lugar del barrio, nos saludamos con la misma distancia en ese entorno extraño. Pero la mayoría de mis encuentros sucedían en esa ventana que yo veía al pasar al patio, donde sólo vivo yo. Alguna vez asomado buscando una mejor cobertura, en una de esas llamadas que siempre parecían trágicas, definitivas, terribles. Su gesto, entonces, era otro, como si estuviera hablando con la desolación en persona o con alguien inabarcablemente cruel. Siempre escuché una pregunta o una frase desconsolada y luego su silencio. ¿Por qué me tratas así? o ¿Me merezco esto? Frases que no parecían reales sino ecos de la telenovela de mediodía. Y sin embargo rezumaba tanto dolor, porque su dolor en aquellas llamadas era real, demoledor, sincero. Como sincero era escuchar luego esas baladas de Juan Gabriel: ¿Por qué me haces llorar? o Hasta que te conocí. Esas canciones siderales, que parecían venir de un lugar habitado por el horror y la miseria y la tristeza cierta, no de la tristeza estética o de la tristeza hermosa o la tristeza edulcorada o la tristeza divina o la tristeza amarga. Aquello venía de la tristeza de arena seca, tristeza sin paliativos, tristeza sin un ápice de esperanza. Así sonaba esa música por el patio, acompañada por su voz entrecortada como una corista en un mal día, como karaoke del destierro. Y siempre, algunos días después, volvía a ver  al otro mexicano, al que sospeché despiadado, la otra voz al otro lado del teléfono. Y a veces hubiera querido esconderme en el patio y saber, pero me quedaba con el enigma.

 Pasar por el patio se convirtió en una espera, en un intento no sólo de cruzar hasta casa, sino de oírle, de saber otro detalle, una frase suelta que me diera otra pista. Pero lo único que encontraba era ese olor a comida y su imagen en los días terribles, de dolor, de la tristeza y luego los ecos que llegaban a casa de Juan Gabriel. Se me olvidó otra vez y su voz aguda deslizándose como coro de borracha por detrás de la voz épica y raspada de Juan Gabriel. Y el ciclo seguía y a los días el mexicano periférico aparecía desde su lejana fiesta de décadas anteriores. No había más símbolos. No había más donde rascar. Al tiempo dejé de verle. Desapareció el olor orgásmico, desaparecieron las escenas tremebundas, pero no aprecié la ausencia hasta el interrogatorio. Que sí conocía a la anciana, que si sabía la relación entre los dos, que si había visto a alguien más, que si podía contar algo. Hablé del mexicano críptico. Hablé de la silla de ruedas, del olor a comida, pero por un temor, por miedo a ser perseguido, jamás dije nada de Juan Gabriel, como si en Juan Gabriel hubiera una clave a revelar. Una clave a la que sólo yo había tenido acceso y me hubiera delatado como el gran chivato, la fuente de la policia. Por eso ignoré a Juan Gabriel.

miércoles, mayo 09, 2012

DM

 Alquilé una habitación en East Williamsburg. Compartía con un chileno y una española. Creí, sin ninguna experiencia previa, que el cambio y otra forma de vida me darían dirección para componer. Había conseguido algo de dinero para grabar y contaba con el apoyo de un pequeño sello dirigido por un reconocido autor con repercusión global. Había formado parte de su banda en directo en una gira con la que recorrimos medio planeta y que fue el motivo principal de mi traumático fracaso sentimental con Nora. En los largos trayectos de bus por Europa le había dejado caer algunas composiciones y me animó a componer y publicar un disco en solitario financiado modestamente por su sello.

 Al volver de la gira todo se había desmoronado con Nora o en realidad no había sucedido más que una evaporación. Nora no estaba en casa. No había vestigios de Nora en casa. Ni un calcetín olvidado en el interior de la lavadora, ni un jersey confundido entre mis jerseys, ni un libro entre las baldas que jamás se releerá. Nora no estaba, y eso era absoluto: no estaba. Como si la casa fuera una casa nueva, borrada de los recuerdos anteriores. Como si Nora fuera la anterior inquilina de la que nunca sabemos nada, pero que ha dejado leves marcas en la pared o en alguna puerta. Vestigios de un pasado que no vivimos. Los días siguientes, quizá las semanas siguientes a la vuelta a New York, fueron silenciosas, como si después de los ochenta y cinco o noventa conciertos en cuatro meses y medio hubieran agotado el sonido a mi alrededor. Como si sufriera una sordera producto de la gira. Si mal no recuerdo no vi a nadie. A veces llamaba por teléfono, también a Nora que nunca me atendió y que simplemente me envió un mail triste, un mail con cierta tendencia al existencialismo que me pareció adolescente y entrañable. Nora no argumentaba el final, simplemente lo daba por sentado. Creo que adelgacé a pesar de consumir más cerveza de lo habitual; costumbres de la gira que se colaron en el día a día.

 La perspectiva y la presión de componer un álbum me abrumaron, pero no quería fallar a esa confianza que Stevens había proyectado en mi. En cierta manera admiraba a Stevens y esa forma en la que creía en mi me asfixiaba, pero tenía que hacerlo, era fundamental empezar el proceso. Intenté cosas en el pequeño apartamento que tenía con Nora, en ese desierto en el que ya no estaba Nora, pero el agobio me invitaron a la angustia y la angustia al desasosiego y el desasosiego a una forma de bloqueo demencial. Podría narrar una odisea sentimental que roza el nihilismo, pero todo se puede resumir en que los últimos días en aquel apartamento fueron turbios, densos, casi terribles. Una reflexión me hizo creer que cambiando de apartamento lograría encontrar el camino para empezar a componer ese disco.

 Así llegué a East Williamsburg. La habitación del fondo era espaciosa, daba a un patio trasero que llevaba a un tiempo que no había vivido pero que inevitablemente venía del pasado y me resultaba acogedora. El chileno y la española me parecieron agradables. Agradables en el sentido de independientes, de lejanos. Necesitaba refugiarme o aislarme o crear una posición distinta que invocase nuevas sensaciones, nuevas perspectivas. Pensé que en ese sentido el chileno y la española aportarían lejanía, oírles hablar en otro idioma afectaría, inevitablemente, mi percepción. East Williamsburg era una zona nueva para mi, lejana. En realidad estaba proyectando una huida, porque de repente huir dentro de New York me pareció la idea perfecta de huida, escaparte de ti mismo dentro de tu ciudad.

 Trabajé con el piano y la guitarra. Acorde a acorde, como una cabalgata delirada, desquiciada, incluso aburrida. Me obsesioné con las cadencias, con encontrar un ritmo intuitivo a todo aquello. A veces golpeaba la guitarra como si su función real fuera la de un instrumento de percusión. Como si hubiera algo que sacar de ahí dentro. Un fantasma resbaladizo. Ecos de Nora. Desapareció cualquier forma de horario. Apenas salía de la habitación. Alguna noche la española me pidió amablemente ser más silencioso. Por lo que convertí las noches en la parte conceptual: reflexión y letras. A veces me quedaba dormido y soñaba con cataratas de frases y me levantaba ansioso y anotaba las frases. Al principio las frases las anotaba en hojas. Luego fui pegando las hojas en las paredes. Terminé escribiendo las frases en las mismas paredes. Eran frases inconexas. Frases que tendía a ver como una especie de exorcismo. Como si vinieran de un lugar vacío, algo inhabitado. Ecos. Voces fantasmales. Reverberaciones sonoras de antiguos inquilinos, pensamientos lejanos de Nora. A veces con flechas unía frases, como si las fechas trazaran una ruta. A veces las cadencias me parecían terribles, otras veces creía en ellas como una salvación. Y de repente la casa de East Williamsburg me pareció nociva, cargada. En cierta forma el chileno y la española me parecían una amenaza y me parecían estar cubiertos de una maraña de irrealidad. A su modo la española y el chileno también eran fantasmas y llegué a creer que algunas de las frases eran suyas o que las colaban a traves de las paredes. Entonces pinté de blanco todo lo escrito, un laberinto de letras indescifrable y perverso. Recogí mis cosas y me fui de allí.

 Encontré una habitación en casa de una italiana viuda en Morris Park. La ventana daba a la avenida donde veía permanentemente gente entrando en un Dunkin Donuts. De noche el tráfico descendía y la luz de la avenida entraba por la ventana como una especie de fe decadente. La señora era muy mayor y tenía problemas auditivos, lo que relajaba mis horarios. Curiosamente en seguida conseguí una dinámica realmente parecida a la de East Williamsburg. Volví a las frases en las paredes y a desesperarme con las melodías. Un día la sencillez absoluta me parecía el camino, otro día quería estructuras y melodías complejas, un día buscaba aniquilar cualquier sentimiento trágico otros días solo veía sosiego en la tragedia. Sin embargo la etapa de Morris Park duró poco. La señora descubrió las paredes pintadas y me echo de allí. Sin concesiones y de un modo violento.

 Viví entonces en un edificio triste de Grand Concourse. Una habitación vacía en casa de unos mexicanos adictos a la cocaína. Eso eliminó cualquier horario. No había horas en esa casa. El día y la noche eran un bloque no muy claro. La habitación la mantenía a oscuras. Del pasillo me llegaban ecos de las conversaciones, a veces la música que ponían. A veces, apático, bebía con ellos. Me negué a la cocaína, algo me decía que entrar en la cocaína sería un camino torrencial. Pero bebí mucho. Los mexicanos me preguntaban por mi música y yo no contestaba. A veces había gente, algo parecido a fiestas. Me acosté varias veces con una chica asidua. Una venezolana de carácter dulce. En algún momento creí en algo prolongado, pero un día no volvió. La convertí, sin ser consciente, en una forma de fantasma. Empecé a grabar las primeras maquetas. Me grababa improvisando, me grababa componiendo y estructuraba después. Sacaba melodías de voz y duplicaba las voces. A veces montaba muchas capas, ocho o nueve melodías contrarrestandose. Coros sigilosos. Golpes ligeros de guitarra marcando el ritmo. Notas pausadas, pero atormentadas. No era oscuro, era una forma extraña de tristeza. Fue en esas semanas cuando me llamó Stevens. No le quise ver. Le mande algunas de las maquetas. Alguno de los experimentos. Stevens tardó en contestar y ese tiempo fue angustioso. La losa de la responsabilidad me acribillo: cada segundo de ese tiempo era una bala. El tiempo era un fantasma.  Cuando stevens contestó me dijo que en un mes creía que tendría un hueco en el estudio de su hermano, que fuera con lo que tuviera. No decía nada más. No bien ni mal. No había crítica.  Ese mes dormí un promedio de dos horas o tres al día. Bebí anís, bebí aguardiente gallego, bebí mezcal, bebí algo que los mexicanos decían que era vasco. Una noche les toqué a los mexicanos lo que tenía. Algunas canciones con guitarra, algunas con el piano destrozado. Los mexicanos apagaron la luz. No podía verles la cara. Fue una forma abrumadora y desgarrada de concierto. A veces creía ver un auditorio, alguno de los auditorios en los que habíamos tocado con Stevens y la sensación de tocar aquello, en aquel estado, me produjeron una sensación peculiar de pánico. Ese pánico me subió la intensidad y me hizo ligarme a aquellas canciones a medio hacer, las cogí cariño. Los mexicanos me abrazaron. El más gordo lloraba y hablaba del dolor, de la soledad de ser mexicano en New York, de la  cocaína y que se sentía hermanado con esas canciones.

 La mañana que atravesé la ciudad hacia el estudio vi a Nora a lo lejos en Bedford Av. La vi y creí que estaba viendo el pasado. Durante medio segundo pensé en correr para saludarla, pero luego pensé que era lo menos idóneo para ir al estudio. Cuando llegué noté a Stevens más gordo y mas nuerótico. Hablaba de su nuevo proyecto, de un asunto enloquecido, casi teatral. Había conocido a un tipo que le había marcado y quería componer un disco inspirado en él. Hablaba de la bíblia o de una bíblia nueva o de una forma de final. Me presentó a un técnico que me acompañaría en la grabación, me abrazó y me dijo que siguiera así. Se giró y se fue.

 No lo pasé bien en la grabación. Cada segundo pensaba que de todas las opciones siempre escogía la menos apropiada. Todo lo que yo quería era ser honesto y había perdido la brújula para ser yo, que era la única manera que concebía de ser honesto. Cada nota, cada frase escrita me parecían perder esencia.  A duras penas terminé, pero terminé. Cuando lo terminé me fui con el master a casa de Stevens. Estaba más gordo aún, más desquiciado aún, más obsesionado con un proyecto difícil de entender. Salí y caminé durante horas. Pensé que era una batalla contra la nada la idea de querer sacar un disco, de componer, de ser músico. Una batalla contra un bloque lleno de fantasmas, una batalla invisible y atroz, terrible, violenta y que solo dejaba heridas, huesos rotos. Esa noche me monté en un autobús con la idea de no volver jamás a New York. Viaje hasta Richmond toda la noche. El autobús iba medio vacío. Al llegar a Richmond no supe donde ir. Tampoco sabía exactamente el motivo de ir hasta Richmond. Llamé a Stevens. Piropeo el disco con enorme sinceridad. Me dijo que le fuera a ver. No le dije que estaba en Richmond. Me monté en un autobús de vuelta.

lunes, mayo 07, 2012

El escenario de la cama

  Escribió una obra de teatro inspirada en el acto de entrar en la cama diariamente con su mujer. Los diálogos antes de apagar la luz, los movimientos precisos para ubicarse en el colchón que se fue desgastando, los cambios de sábanas, las preferencias en esas sábanas, el cansancio de cada uno, los desvelos del otro, los ritos de dormirse conjuntamente, los gestos del otro, la voz en la oscuridad, las risas, las confesiones, el eco de los temores infantiles, el sexo, las manías y como esas manías se acomodaban a las manías del otro. En ese diario viaje al colchón también estaba, o sobre estaba, la autobiografía de su relación. La escribió incendiado, tratando de entender en esos símbolos, tratando de recordar exactamente en que momento ella se empezó a girar con más frecuencia para dormir mirando al lado opuesto, en que momento la línea fronteriza se fue haciendo permanente, precisa, intransferible. En que momento la luz de su mesilla se apagaba más tarde y ella dormía antes o disimulaba dormir antes. Escribió aquella obra para dos actores buscando el gesto preciso en el que todos los gestos tomaron un nuevo rumbo. Dirigiendo los diálogos desde los no diálogos del principio cuando solo entraban para destrozar la cama y quedarse dormidos sin ropa el uno pegado al otro, hasta que en mitad de la cama se quedaba un vacío y finalmente uno de los lados no era ocupado. Los años de constantes: el vaso de agua en la mesilla de ella, las preocupaciones laborales contadas en resúmenes precisos antes de apagar las luces, el reparto por igual del edredón en invierno, los pies fríos, los chismorreos y anécdotas sobre los comensales en las cenas fuera de los fines de semana. Los diálogos que van construyendo y deconstruyendo una biografía sentimental hasta que ese lado de la cama se queda vacío. Un escenario único, compuesto de una cama, dos mesillas y dos lámparas. Así hasta que ella sale de escena y en esa cama desierto se queda él y se baja el telón.

viernes, mayo 04, 2012

La lealtad

 La cadencia con la que se van desmoronando los vínculos es inapreciable. Una corriente subterranea que va destrozando cualquier resquicio de unión. En realidad, y eso aún no lo saben de un modo consciente, no queda amistad, porque en realidad nunca la hubo. Todo se esconde en chistes soeces, que producen la risa exageradamente sonora de lo intrascendente, de lo que no es cierto. La risa es el escondite colectivo de ese grupo humano triste. También el alcohol, sobre todo la cerveza, sirve de pared, de muro entre unos y otros. Brindis por la ausencia de vínculo, brindis por sueños colectivos que todos saben que en el fondo nunca sucederán. Todo es irreal, porque nada les une y el proyecto común, inevitablemente, está agonizando ante los ojos de los cinco. Pero, ¿quién lo ve? Ninguno mira del todo. Ninguno mira con honestidad a la decadencia.

 Afuera se sucede la tarde, la carretera atraviesa campos secos, la luz del invierno que empieza; un invierno que será, eso sólo lo sabrán después, largo. El viaje va en hora. Se detienen en una gasolinera, llenan la furgoneta de gasolina y compran más cerveza. Queda poco para llegar. Esa tarde de sábado de luz mortecina, que muestra la cara real del invierno, una luz que parece decir que definitivamente el invierno ya está aquí. Llegan en hora al club. Bajan los instrumentos, saludan. Los teloneros siempre son molestos para los técnicos de sonido. Esperan a que el grupo que encabeza el cartel de la puerta remate su puesta en escena. El grupo se dispersa por la sala. Uno mira los carteles en una pared y compara nombres. Otro mira como el grupo estelar se acomoda en el escenario, otro sale y mira la caída inevitable de la tarde, la muerte de la primera tarde del invierno. Alguno mira la escena y comprende que eso es un cadáver, un cadáver mal oliente, un cadáver zombi que lanza pasos torpes, que no respira y al que ya sólo le crece el pelo y las uñas. Se ha acabado lo, que se engañaron para creer , que un día empezó. La única cosa que debería ser motor en esa situación que viven como colectivo sería la lealtad, pero la lealtad nunca  los unió. No queda lealtad donde nunca la hubo. Entonces el cadáver llega a sus últimos minutos.

 Esa noche tocan mecánicamente. El bajista tiene rabia. Le han fulminado la felicidad con una forma fea de ofensa. El batería sólo mira a uno de los guitarristas y el guitarrista le mira como preguntándole: ¿qué hacemos aquí? El otro guitarrista, en realidad, no está. Está, pero no está. Como si hubiera estado colocado en un sitio donde nunca estuvo, es un holograma; y el cantante ejercita, nuevamente, sus pasos, mide de nuevo los movimientos, sólo mira con ambición a un público escaso que bebe de espaldas en la barra. Justo ahí aparece una nube de polvo, una nube invisible y definitiva.


 Luego, cada quién, quedará retratado en su huida adelante, en esa carrera apática, vacía y desleal.

martes, mayo 01, 2012

La noche de NM

Primero una raya. Empujón. Todo se concentra en un punto preciso. La cocaína tiende a la cocaína, en el sentido que es endogámica. La cocaína es una metadroga, es la droga que te hace hablar de la esa droga. La cocaína sirve para hablar de cocaína y reunirte en torno a la cocaína. Lo aburrido realmente de la coca es que gira sobre si misma, ciclo dentro del ciclo. Lo aburrido es que vuelve aburrido lo que sucede ajeno.  Vigoriza la realidad para sentir que estás listo para otro tiro. Son casillas: avanzas y sigues. Con la cocaína se juega a un juego en el que todo sucede para avanzar a la siguiente casilla. Te empuja y te hace avanzar. Pero primero una raya. Luego me siento, me siento y pienso y hablo con hilo conductor, un hilo conductor soberano, un hilo conductor río; frase que empuja a otra frase. Sí escribiera lo que digo lo leería varias veces para comprender, con exactitud, la lógica precisa de un discurso que crece y evoluciona y se multiplica. La elección de cada una de las palabras parece sobrenatural. Como si el vasto y complejo mecanismo químico que me lleva a concentrar palabras para armar las frases estuviera engrasado de un modo abismal, de un modo extrahumano. Más allá del mismo mecanismo. Las frases se vinculan y crecen y avanzan y hacen crecer a la frase anterior, hilan un discurso que parece soberbio, astral. Como si todos los sentidos se condensaran en el sentido del discurso. Y ella me mira, callada, anestesiada. Se me hincha la bragueta. En realidad mientras hablo siento como si las palabras la estuvieran rozando, como si en su piel se posaran mis palabras y se colaran en un proceso biológico, casi necesario. La palabra se vuelve orgánica, otra forma de ese sudor invisible que corretea como patinador por los poros de esa piel estimulante, también mi discurso fomenta esa anestesia en la que se ha sumido. No mira, tampoco la miro, en realidad todo sucede pero extrapolado, trasladado a otra forma. Alrededor destellos. El golpe de la música, esa música que suena, precisa, contundente: los golpes de bombo que son acordes a mi ritmo cardiaco, el bajo repetitivo que circunvala una especie de perversión cálida; rompe, a cada rato, un acorde de guitarra tremendo, disonante, rasgado, casi chirriante y metálico, como los gemidos incontrolables en la parte media del sexo. Esa parte del sexo en el que se rompe la comunicación y cada cuerpo busca en el otro cuerpo por puro egoísmo. Esa parte del polvo que es una carrera y los dos cuerpos se han separado, y sólo esperan del otro que les de precisamente lo que están esperando, el giro preciso del cuerpo, el ritmo adecuado, la aceleración precisa. En esa música no hay metáfora, en esa música se condensa todo lo que está sucediendo, que es este bloque. Todo es un bloque, todo se ha compactado, todo se ha vuelto de una solidez abrumadora. Todo parece rotar en torno a la mesa, sin rotar; como si la tierra se hubiera detenido en este instante preciso. En torno a la copa. También ella bebe, también ella rota, también ella es sólida y se lo digo. Y vuelvo al baño. Otro escalón. La noche escalera. La noche que sube en vez de bajar. El amanecer no está abajo, al amanecer se asciende. Se sube a la luz de la madrugada, como si la noche fuera una ascensión casi mística, universal. Y allí vamos.  Ella está anestesiada y mira como desde otra perspectiva y me levanto, porque en verdad, ella me detiene. Suena música y reverbera la luz. Rebota y rompe el estrobo y suelta gestos, rostros en décimas de segundo de los que me voy despidiendo hasta el siguiente fogonazo que viene justo después de este pero que cada vez parece lejano. Como si cada vez que la luz estroboscópica se fuera a negro pareciera que no fuera a volver y, sin embargo, décimas de segundo después, vuelve a aparecer y cuando aparece es que reconstruyo no este fogonazo, sino el anterior, el que pasó previo a este y se entremezclan las caras y los gestos y todo parece a compás, sincronía de luces y ritmo cardiaco y bajo y golpes de bombo y estoy metido entre la luz y caemos, en el fondo caemos. La tierra es una piedra, una piedra rota y rajada y llena de huecos que cabalga hacia la nada y que cae por un agujero. El estrobo revienta y me desubica. Y creo que al final del todo llega la mañana. Revienta la mañana en la acera y me monto en el coche y vuelvo a casa y no me duermo y cae la culpa y una forma no permanente, no fuerte, pero sí subterránea y molesta de dolor; de nostalgia por algo que no sucedió y jamás sucederá y me duermo y sueño con paisajes y un reloj y el tiempo me condena al destierro.

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